Decía el gran Tomás De Dios, referencia en el fútbol sala español, que la mayoría de los problemas de táctica grupal podrían ser resueltos con el perfeccionamiento de la táctica individual. En los tres años fundacionales del Real Madrid glorioso, la precuela de un lustro histórico en Europa, un grupo de jugadores talentosos fueron forjados en la disciplina táctica grupal y el hábito de ganar cada tres días con los dos mejores maestros posibles: un entrenador como Mourinho y un rival de laboratorio que les exigía sostener en el tiempo la perfección como equipo, con la crueldad añadida de no ser esto garantía de éxito, precisamente por la dimensión de aquel Barcelona.
De aquel turbulento trienio se extrajo la transformación deductiva de futbolistas que, talentosos ellos, inmersos en un equipo con todos los fundamentos colectivos pulidos, habían roto en jugadores que, a dicho talento, le habían añadido unos fundamentos tácticos individuales y un cayo competitivo feroz, a los que sólo les faltaba una capa más de grandeza –esa que tiene una carga de azar, ese ‘clic’ que podía haber llegado con el penalti a las nubes de Ramos ante el Bayern, pero que tuvo que esperar al cabezazo en el descuento de Lisboa– que les hiciera reconocerse en lo que ya eran.
De la misma forma que con Mourinho se habían perfeccionado individualidades a partir del colectivo, con su marcha, el portugués dejaba en herencia la posibilidad de poder formar un colectivo distinto a partir de las individualidades, ese Madrid por el que nunca dejó de suspirar Florentino. El club blanco pasaba a disponer de jugadores que, inmersos en cualquier otro orden, podían ser ultracompetitivos con unos patrones colectivos simples y sólo con proponérselo. Tener una espina dorsal de ese estatus permitía, además, hacer crecer al calor competitivo de ese grupo a jugadores de calidad como Carvajal, Kroos, Isco, Casemiro o Bale, algo que iba en pro de prolongar un ciclo que iría renovando sus puntales sin dejar de mirarse en Cristiano Ronaldo, que hacía caja de las virtudes colectivas cuando las había y escondía o relativizaba, cuando aparecían, esos defectos de pereza y soberbia competitiva tan propios de la cultura de ese vestuario.
En septiembre de 2019, con Zidane cuestionado en su segunda etapa tras un pobre inicio de campaña, Florentino sacaba la cara por el francés a la vez que dejaba claro lo que para él nunca dejó de representar la figura del entrenador: «Yo soy de la opinión de que si recuperamos la intensidad, da igual con quién juguemos. Ganaríamos. Tenemos a los mejores del mundo». El entrenador no es para él un creador, sino un promotor de convivencia sana, puesta a punto, motivación y concentración, más o menos estricto dependiendo de si se viene o no de periodos de sesteo, además de una imagen de club, más cercana a la de embajador que a la de jefe de grupo.
Para Florentino, el entrenador no es un creador sino un promotor de convivencia sana, puesta a punto, motivación y concentración
Sólo la impotencia de comprobar que ni la mejor plantilla posible podría hacer frente al Barcelona de Guardiola si no estaba detrás la mano creadora de un genio, le llevó a entregarse a Mourinho. Tras el luso, el comportamiento del vestuario tendría más peso en la elección del técnico que la adecuación de su perfil a las características de la plantilla. De igual forma que se había apostado por el corte apaciguador de Ancelotti para rebajar el nivel de ruido instalado en el club, se le echó después por haber consentido en exceso a aquel grupo de estrellas. Con el vestuario en contra de la salida del italiano y a modo de castigo, Florentino entregó a Benítez la plantilla que hubiera soñado Guardiola, para agarrarse luego al carisma de esa moneda al aire que era Zidane y que resultó salirle un revolucionario en cuanto a gestión de un plantel sin precedentes por nivel y profundidad.
La ascendencia del francés permitió rescatar esa cultura de la exigencia que le había sido imposible imponer a Benítez y persuadir a ciertas estrellas para ejercer un rol distinto al que llevaban en mente –Cristiano como nueve, Casemiro mediocentro, Pepe, James, Isco o Morata como líderes de la segunda unidad, etc.–, con el objetivo de tener a todos los jugadores activados y así poder competir a partir de la creación de equipos dispares sin patrones comunes, que no necesitaban de una gran complejidad táctica –imposible por tiempo material profundizar en tantas ideas y sistemas distintos con tantos jugadores– porque lo imprevisible del once inicial, el dibujo o las intenciones, hacía imposible para el entrenador rival preparar el partido de acuerdo al oponente.

El regreso de Zidane en 2019 tampoco tuvo una razón deportiva, sino de salvación de sí mismo para un Florentino Pérez, que con el Madrid a 12 puntos del Barcelona en Liga –segunda Liga consecutiva que tiraba en invierno– y arrasado en el Bernabéu en Champions (1-4 ante el Ajax) y Copa (0-3 frente al Barcelona, que ya le había metido cinco en Liga), quemaba la bala del ídolo francés para ganar tiempo. Ya sin Cristiano, aceptado que Bale no cogería su relevo y con el club llevando una política de acopio de los jóvenes más prometedores de Europa, el Madrid ya no demandaba un entrenador de all-stars, sino uno que volviera a conseguir que el todo sumara más que la suma de las partes. El modelo deportivo exigía a la par la necesidad de hacer crecer a las jóvenes individualidades ordenadas dentro de un engranaje colectivo –vertebrado en el mejor eje de Europa– que les diera herramientas para su evolución. Y no es que Zidane no fuera eso, es que, si lo era, nadie lo sabía. Ni él mismo. El Madrid lanzaba la moneda al aire con el francés por segunda vez.
La realidad era distinta, pero Zidane no ha dejado de aplicar las mismas soluciones que tanto éxito le dieron en su primera etapa: poca profundidad táctica, alternancia de onces para tener a todo el grupo enchufado y cambios de sistema y de ideas de juego constantes, solo que la segunda unidad de la plantilla no era la de 2016-2017 y en la primera no estaba Cristiano. Zidane tuvo a su regreso cinco eternos meses de pretemporada con once jornadas de Liga más amistosos para haber trabajado sobre lo que quería desarrollar. Ese tiempo que ahora se añora –inmersos en un inhumano calendario post-pandémico– podría haberse empleado para consolidar un modelo de juego en el que se reconocieran sus futbolistas para luego ir añadiendo matices que fueran enriqueciendo al equipo. Pero él no siente el fútbol de esta forma ni falta que le hace, porque sabe que ese equipo puede ser competitivo si aúna estados de forma óptimos y compromiso, como ya demostró en ese torneo de 32 días que fueron las 11 últimas jornadas de Liga. La diferencia es que lo que antes le valía para triunfar en Europa, ahora sólo le puede llegar para triunfar en España, con el nivel de la Liga cayendo en picado.
Zidane, que tiene marcado en su destino ser un gran seleccionador, hizo en aquel mes de Liga lo que hubiera hecho en un Mundial o una Eurocopa. En un torneo de formato corto en el que tenía mejor equipo que los once rivales a los que iba a enfrentar, consiguió ser una especie de España 2012 en la era de las presiones. Buscar partidos de resultado corto en los que pasaran pocas cosas a partir de posesiones conservadoras (no era prioridad atacar las ventajas que se generaban en salida de presión –fase del juego en la que sí se notó su mano– ni era un equipo ambicioso en ataque posicional) y concentración extrema que extirpara errores individuales en una defensa que, por nivel, sólo los comete cuando desconecta. Puro control, convenciéndose de que esa inercia positiva haría caer los goles diferenciales como fruta madura. El plan fue un éxito y el mérito de conseguir rendir así después de tres meses de confinamiento dice muchísimo de lo que es Zidane como técnico.
Zidane, que tiene marcado en su destino ser un gran seleccionador, hizo en aquel mes de liga lo que hubiera hecho en un Mundial o una Eurocopa
Sin embargo, el sostén del equipo tanto en defensa como en ataque nunca fue tanto la armonía colectiva como el estado de forma y confianza de los jugadores. Y cuando ha caído lo segundo, no estaba lo primero, que es la red que permite a los equipos sostenerse cuando vienen mal dadas. Cuando el Madrid presiona bien no suele ser sobre un plan trabajado y llevado a cabo con disciplina, sino sobre unos jugadores con grandes fundamentos para acosar y condiciones físicas para sostener ese esfuerzo y corregir en defensa cuando dicha presión es superada. Hemos visto partidos puntuales donde la mano de Zidane ha incidido en la salida de presión del equipo (laterales por dentro o lateralizar a Ramos), pero cuando el factor sorpresa ha perdido su efecto, o se ha resuelto a golpe de calidad –tiene la mejor materia prima del planeta para ello– o se ha capitulado ante presiones colectivas de calidad como la del Manchester City. Por último, en ataque posicional, Zidane ha sido incapaz de conseguir que el Madrid genere ocasiones de forma fluida, anudando a esto en el curso actual las desventajas posicionales en cada pérdida, convirtiendo el repliegue rival más estándar en una visita al dentista.
Jugar al 1-0 asumiendo que no se tienen armas para plantear otra cosa conlleva ese riesgo de que, cuando aparecen los bajones individuales, las ausencias clave, las dinámicas negativas y el pesimismo, el equipo pueda quedar desnudo e impotente ante cada gol encajado, que se convierte en una losa mental. Le pasó al Chelsea de Mourinho tras ganar la Liga en 2015 –cuando fue despedido a mitad de temporada– y se ha visto en ciertas fases del Atlético de Simeone en los últimos años. El gol es un combustible de energía insustituible. Dejar la generación de ocasiones en manos de la calidad individual, las dinámicas positivas, los errores del rival o la fe en colgar centros laterales sin desordenar antes la defensa rival es jugar con fuego. A la plantilla del Madrid se le puede pedir jugar a resultado cerrado en un espacio corto de tiempo con un objetivo cercano, pero hacer de esto el día a día es ir en contra de la naturaleza de sus futbolistas, todos con mentalidad de atacantes, pensados para apabullar. Su ADN nunca tendrá la intensidad mental como forma de vida del Atlético de Madrid.
El Madrid debe abandonar ese pensamiento infantil que sobrevuela el entorno de que existe un Cristiano Ronaldo en alguna parte que podría justificar el atajo de no crear un ataque poderoso por lo colectivo, porque ese jugador no existe. Ni siquiera Mbappé lo es, y pensar que sí puede serlo es no haber dimensionado lo que ha sido Cristiano no ya para el Madrid, sino para la historia del fútbol. La era de Messi y Cristiano tal y como la conocimos finalizó, y ya no hay nadie que marque las diferencias de manera tan abismal como las marcaron ellos desde la exigencia mutua. Si quiere volver a la primera línea del fútbol mundial, el Madrid debe asumir que ningún futbolista del planeta le va a permitir escapar de la obligación de, como han hecho los equipos que ahora dominan el panorama europeo, crear un contexto donde sus jugadores puedan ser todo lo bueno que pueden ser.

Se ha asumido que el atacante del Madrid tiene que ser bueno por sí mismo, que la pizarra no tiene por qué facilitarle ni compañeros complementarios, ni mecanismos ni escenarios que le hagan lucir. Esto más que un plan de crecimiento supone un plan de estancamiento para todo lo que no sea una estrella consolidada. Una trituradora de jugadores que, sin sistema, sólo aspiran a funcionar a fogonazos de inspiración y que en contraste con equipos que pintan paisajes para mejorar a sus futbolistas (haciendo pasar por cracks mundiales –o incluso transformándolos en eso mismo– a Goretzka, Sterling, Heung-Min Son, Diogo Jota o Marcos Llorente) hace parecer que los jugadores de los demás son siempre mejores que los propios.
El Madrid debe decidir qué quiere ser, definir el objetivo, y no va a ser tarea fácil. Por una parte, no va a encontrar una imagen institucional mejor que la de Zidane, un tipo adorable y ganador a la vez, que otorga identidad y unifica al madridismo en torno al mito. Por la otra, de nuevo chirría la incoherencia entre modelo deportivo y perfil de entrenador para desarrollarlo, nexo común en la elección de técnico en los últimos años, que sólo ha salvado la casualidad de encontrar, en la primera etapa del propio Zidane, el surgimiento del líder perfecto para aquella generación. Si el Madrid desea sacar lo mejor de esta plantilla, el técnico francés supone un tope. Podrá ganar títulos por el camino, pero el Madrid seguirá lejos de su techo futbolístico y la atrofia de jugadores que deberían ser el relevo correrá peligro de ser irreversible. Si la apuesta es esperar a rearmarse hasta tener una de esas plantillas para la que Zidane es el mejor –cosa que en tiempos de crisis pandémica parece imposible de garantizar–, haciendo del francés una especie de Ferguson blanco, el camino puede ser tortuoso. Más que nada porque es el propio club el que lleva demasiado tiempo educando a su entorno desde la Champions como único vínculo con el éxito y de la Liga como manera alternativa de salvar la temporada.