Una consecuencia directa de la banalización del amor romántico, despojado de virtud por las tropas aliadas, es la desconfiguración de sus razones íntimas. En los últimos tiempos, esta lejanía para con el puro concepto de cortejo, una marca biológica irrenunciable -sea desplegar plumaje colorido o darse de alta en una app-, ha supuesto, entre otras cosas, la depauperización de los recursos. Y en última instancia, un insaciable ánimo censor contra quienes traducen el amor como una experiencia ordinaria, obligándose con ello a buscarle nuevas expresiones. Aquí, el comando individualista la ha tomado específicamente contra la Tagliatella, un restaurante no accesible a cualquier bolsillo que los menos capacitados para los alardes de seducción masivos consideran un punto intermedio entre la desidia y la pompa, luego paradójicamente menos exclusiva de lo pretendido. Esto lo explica mejor Yves Michaud en El nuevo lujo (Taurus, 2015). Uno opta por sospechar que el ataque a lo que representa, en sentido estrictamente sentimental, cenar en la Tagliatella para conmemorar el amor o lo que sea que se sienta diferente por otra persona, está relacionado con la asunción de una rutina plana. Quizá sea justo lo contrario, la voz interior reclamando para sí espacios, más o menos exóticos, de recreación de lo único. En realidad, nada compartido es en esencia una afrenta directa a terceros, salvo que éstos así lo interpreten y lo hagan saber, como ocurre con la pléyade de odiadores diurnos de la celebración de la felicidad. Al final es inevitable pensar, y luego constatar, que en el desprecio a los planes menos coloridos, como pueda ser cenar en un sitio donde el menú promedio supera con creces la jornada laboral bruta, está más relacionado con la frustración personal a medio digerir más que con la observación llana de este fenómeno de encantamiento pseudoitaliano. En otras palabras, pareciera que más de uno, y más de una si nos ponemos puntillosos, está antes en contra de no tener a quién llevar -o quien le lleve- fuera para compartir nada con ellos: esto es, del símbolo inequívoco. Lo contrario es suponer que existe algo más elaborado, e irónicamente más perverso -ergo mucho más imperfecto-, contra la cadena de restauración en concreto o, en el peor de los casos, contra el fin único del ser vivo racional que somos, que es la ubicuidad de lo que todavía creemos bello. Llegados a ese punto, lo mismo da vivir el amor en primera o en tercera persona: nunca será solución a nada. Hay juguetes rotos que no admiten devolución.