Lo peor de reseñar un remake -o un potencial reboot, como parece el caso- es que a menudo se hace imposible tratar el producto como un añadido cultural objetivamente original. Forzando esa diferenciación, muchas de estas producciones renuncian voluntariamente a su potencial, porque es difícil establecer nuevos vínculos con una película que nace tan cargada de referencias y apuntes del pasado que invita directamente a la comparación. Así que sí, podemos concluir sin temor a arriesgar demasiado que como paréntesis, la nueva Firestarter de Keith Tomas -que sí probó cosas nuevas en la interesante The Vigil que clausuró Sitges en 2019– se queda finalmente a medio camino, aunque siempre sea interesante hacer el ejercicio de revisarla como unidad independiente.
Si además recordamos que la Firestarter original, que data de 1984, está considerada una de las adaptaciones menos decepcionantes de la peculiar lista de obras de Stephen King llevadas a la gran pantalla -criticada, eso sí y como casi todas las demás, por el propio escritor-, el desafío es notablemente mayor. Ni siquiera la adición a esta versión de los nombres de Zac Efron en el papel de padre o la banda sonora a cargo de John Carpenter (que estuvo cerca de dirigir la versión ochentera en su prime) logra consolidar un espíritu propio. Más bien al contrario, revela todavía más el recuerdo de lo que fue aquella -una intensa película de una peculiar sensibilidad sobre la tierna aunque dolorosa relación paternofilial entre dos incomprendidos- con lo que finalmente es esta: un puente de huida rápida a una previsible saga con una premisa idéntica resuelta de forma mucho menos esmerada.
Por ejemplo, la relación entre padre e hija en esta nueva versión de Firestarter parece a ratos tan fría, tan hija de su tiempo, que aquella de Mark Lester -también muy discutida en su momento por la crudeza con que afronta la pérdida y el peculiar costumbrismo del EEUU conspiranoico- parece ahora un tratado sobre familias monoparentales en el siglo XXI. Muchas de aquellas líneas de guion irían directas a coloquios actuales sobre nuevos modelos de familias y roles de masculinidad emergente. Pero en esta nueva versión, pifiando esa bala, Zac Efron interpreta a un padre lánguido al que la pérdida del referente femenino desvela como poco menos que un incapaz, como prueban su desenlace y algunos momentos de hilaridad absolutamente involuntaria. Pecata minuta comparado con lo demás, aunque el enfoque es diferencial respecto a aquella primera adaptación y su por entonces insignificante impacto en la cultura popular.
Los caracteres antagónicos, su peso en el nudo de la película y la concreta escena final evocan ese espíritu tan forzosamente adaptado a las nuevas narrativas que es inevitable no sentir una hiriente punzada de nostalgia donde no recordábamos que realmente hubiera tanto. Si es difícil sonsacar a un reboot un espíritu nuevo, más aún lo es con la perspectiva del tiempo y el recuerdo de aquella infantil Drew Barrymore llorosa obligada al mal menor -la versión ochentera sí plantea claramente cierta diatriba moral, algo que en la nueva no sólo brilla por su ausencia sino que además se incorpora como un obstáculo al efectismo puro-.
Pese al esfuerzo de todas las unidades, ni los efectos prácticos ni el siempre sensible trabajo de especialistas confiere a esta Firestarter, casi 40 años después, un carácter diferente que merezca ser recordado por espectacular. Menos aún cuando al final comprendes que la motivación viene a ser un poco la de una división muy concreta de la cultura cinematográfica moderna: replicar modelos apostando a los nombres y su trayectoria una personalidad que, irremediablemente, habría que buscar también en nuevos giros, valores o atrevimientos que no terminan de llegar.
Lo mejor: La música de Carpenter.
Lo peor: Que logra conferir a la versión de los ochenta, por entonces bastante sencilla, un status de clásico con el que ni Mark Lester ni Stephen King habrían soñado jamás.