Ya está

Según salía de la final de Copa América perdida en 2016 contra Chile -segunda consecutiva contra el mismo rival-, Leo Messi anunció que dejaba la selección argentina. «Era esta o ya está». Por unos meses se armó cierto revuelo sobre si era demasiado pronto o no para arrojar la toalla, y finalmente volvió. Cinco años después ya tiene su ansiada y perseguida Copa América, torneo que ha cambiado de formato y fechas (periodicidad) tres veces en una década para favorecer la competitividad y sobre todo que la albiceleste volviera a ganar tras 28 años sin gloria. Así amanecen los diarios deportivos, henchidos de un extraño alivio, como si hubieran firmado acuerdos secretos vinculados a una victoria del pretendido mejor de todos los tiempos. Otros comparten que la finalidad estética más obvia para celebrar esta victoria de la Argentina de Messi, indistintamente de filias y fobias, es justo la de enterrar el hacha de guerra entre detractores y entusiastas, al menos con el rendimiento internacional como reclamo. Aunque no podemos evitar pensar que Argentina con Messi debería haber ganado mucho más, por un lado, ni sonreírnos cuando recordamos a los fans desenterrar su oro olímpico de 2008 para rebatir aquello de que con la selección no había triunfado aún. Unos y otros descansan en paz.

De todos los torneos internacionales que ha disputado Messi había salido hasta ahora emputado y cabizbajo, un señuelo habitual en las derrotas. Esta vez tampoco hizo el gol de la final ni tampoco marcó en semifinales, aunque convirtiera su penalti de la tanda ante Colombia. No ha lugar a discusión su dimensión futbolística, por eso cobra aún más relevancia que haya cerrado el capítulo de su inoperancia internacional con una Copa América ganada a Brasil -que dos años atrás había levantado la suya al trantrán-. El fútbol de élite en Sudamérica es agotador. También lo explica el hecho de que esta victoria haya sido una victoria de Messi y su legado y no de Argentina como tal, como por otro lado era previsible que ocurriera teniendo en cuenta que cuando perdía nunca perdía él, sino su entorno, sus acompañantes, la AFA, el seleccionador, la temperatura, el césped o la rigurosa conspiración que tocara. Y de paso, corremos un tupido velo sobre otro revés a la carrera de Neymar, quien no acompañó a Brasil en su título de 2019 y cuya irrelevancia empieza a ser ya incuestionable a sus 29 años. Lo peor de Neymar es verlo llorar, esconder la carta de la impotencia bajo la de la sensibilidad. Messi al menos se repuso de su decisión y al final, por repetición -es el segundo jugador de la Historia con más partidos en esta competición- tiene lo que buscaba. No es un Mundial y ha necesitado de seis ediciones y cuatro finales -tres finales- perdidas para encontrarse, pero ya está, como le dedican los cronistas emperrados en que se quede a tributar en España. Ya está.

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