De un tiempo a esta parte, la plurinacionalidad de España ha vuelto a ocupar el primer plano del debate político, debido a la insistencia de la izquierda populista. Es decir, por la emergencia del partido Podemos, quien lo teatraliza con la subdivisión parlamentaria de sus grupos y lo proclama a través de sus jefes en cada ocasión. El temor a perder la hegemonía del centro-izquierda del electorado obligó al secretario general del Partido Socialista, Pedro Sánchez, a enarbolar la bandera de la plurinacionalidad durante la campaña que le devolvió el liderazgo del partido: «Para mí España es una nación de naciones y Cataluña es una nación». La presidenta del Gobierno balear, Francina Armengol a la sazón secretaria general socialista en las islas, incidió hace poco en esa idea: «La nación es un sentimiento, una realidad identitaria, emocional, que hay que reconocer. Es indiscutible que en Cataluña hay un sentimiento de nación, y en la misma situación estaría el País Vasco». Los secretarios generales socialistas en las dos regiones candentes, Miquel Iceta en Cataluña e Idoia Mendía en el País Vasco, abundaban en la emoción, el sentimiento, la lengua y la cultura como razones graves que disculparían una futura reforma constitucional cuya razón central fuese el reconocimiento de esa plurinacionalidad. Sin embargo, la plurinacionalidad de España es una ficción, convenientemente alimentada para legitimar un nuevo reparto del poder y del territorio, que recuerda a la ensoñación redistributiva con que fantaseaban los campesinos rusos antes de 1917, la Repartición Negra. También esta sirvió para justificar discursos que terminaron ordeñando coyunturas favorables.
No obstante, la propia Constitución de 1978 da pie a esta cuestión con la redacción ambigua de su artículo 2: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. El DRAE recoge dos acepciones de nacionalidad interesantes en este sentido. La primera, “condición y carácter peculiar de los pueblos y habitantes de una nación”; la segunda, “Comunidad autónoma a la que, en su Estatuto, se le reconoce una especial identidad histórica y cultural». Aunque Gregorio Peces Barba y José Luis Rodríguez Zapatero, en su día, conviniesen en que nación y nacionalidad significan lo mismo, esa última acepción de nacionalidad en el DRAE parece construida ex profeso, una vez en vigor un texto constitucional cuyo propio Preámbulo también sugiere cierta laxitud conceptual: “La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de (…) proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones”.
Nación, nacionalidades y pueblos de España. Hay mucha confusión al respecto. El congreso número 39 del PSOE aprobó en una resolución “perfeccionar” este artículo 2 de la Constitución, se supone que por la vía federal. De momento, nadie ha sabido explicar en qué consiste esta vía, que en España tiene funestos precedentes: el proyecto constitucional de la I República, jamás aprobado, recogía la creación de 17 Estados federados, y derivó en una serie de sangrientas sublevaciones cantonalistas.
El concepto de nación no tiene todavía una definición científica que goce del consenso general. Para Ernest Renan, la nación no era «hablar la misma lengua o pertenecer al mismo grupo etnográfico», sino «haber hecho en el pasado grandes cosas juntos y querer seguir haciéndolas en el futuro». Según esta definición, España es una nación canónica. El sabio francés hurgaba en la Historia para encontrar «el molde» de Francia: las invasiones germánicas durante el Bajo Imperio romano, que introdujeron el matiz de la unidad del territorio. Siguiendo este hilo, España puede encontrar su molde incluso antes, dado que los primeros en darle una unidad administrativa a la península ibérica fueron los romanos, desde la expulsión de los cartagineses hasta la conversión en diócesis, en tiempos de Diocleciano.
Definiciones de nación, como se ve, hay tantas como se quiera. De entre las objetivas, se hizo célebre la propuesta por Stalin en 1913, debido al devenir posterior de la Historia: «Una comunidad estable de personas, históricamente constituidas, formada sobre la base de una lengua, un territorio, una vida económica común y una construcción psicológica manifiesta en una cultura común». Todas las subjetivas pueden resumirse en las palabras de Armengol o Iceta: percepciones, sentimientos y actitudes, que remiten a una supuesta «identidad nacional» que para Anthony D. Smith refleja «la ansiedad y la alienación de mucha gente en un mundo que se va fragmentando cada vez más», a la vez que vinculan esa «nacionalidad» a una ideología que, para el historiador, tiene como objetivo «reproducir y reinterpretar continuamente el patrón de valores, símbolos, recuerdos, mitos y tradiciones que componen el patrimonio distintivo de las naciones, así como las identificaciones de los individuos con ese patrón».
El único término verdaderamente vinculante de entre todo este crisol de acepciones difusas y movedizas es el de nación política. Una nación política merecería en exclusiva el carácter estalinista de objetiva si no fuera por que la definición del tirano soviético, como decía el filósofo Gustavo Bueno, era relevante únicamente por que fue aplicada desde la plataforma de la Unión de Repúblicas Socialistas que él dirigió desde el Kremlin. Gustavo Bueno fue de los pocos eruditos que se acercó al problema conceptual de la nación con un afán de taxonomista; aseguraba que la dificultad analítica se explicaba por la naturaleza «oblicua y análoga» de la nación. Es decir, que per se era algo que debía ser definido desde una determinada plataforma implícita en el propio concepto, y que no significaba siempre lo mismo, en todas partes. Así clasificó todas las ideas de nación que existen en el reino del pensamiento humano, concretamente, en tres géneros y siete familias, «sucesivas unas a otras de modo complementario»: naciones biológicas, etnológicas y políticas.
La nación política nace, naturalmente, en 1789 con los revolucionarios franceses. Es, usando la meliflua jerga contemporánea, una conquista social. Vaya, la conquista social fundamental. Es el certificado de defunción del Antiguo Régimen: la trasferencia de soberanía desde una casta especial que la conservaba por derecho divino, hacia una nueva categoría social que nace para legitimar su acceso al poder. Es decir, el pueblo. La nación, entendida como conjunto soberano de todos los individuos de un territorio que a partir de entonces decidirán ellos mismos su propio destino. Ya no hay bretones ni picardos, todos somos franceses, que recuerda a aquella universalidad paulina expresada en la carta a los Gálatas: «Ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo».
Ya desde el siglo XVI se empieza a hablar en Europa de los españoles, que hacían la guerra, comerciaban, descubrían y conquistaban
Las naciones políticas que empiezan a ser reconocidas en las primeras constituciones liberales se identifican, por supuesto, con aquellas entidades políticas bien definidas por el caudaloso río de la Historia a lo largo de los siglos. Definidas, sobre todo, por sus vecinos. De ahí lo de la plataforma que decía Bueno: ya desde el siglo XVI se empieza a hablar en Europa de «los españoles», es decir, «los habitantes de España» que hacían la guerra, comerciaban, descubrían y conquistaban. Donde había una nación histórica, con el traspaso de la soberanía de los monarcas a los ciudadanos, hay desde el siglo XIX una nación política. El concepto de nación histórica es una de las familias en las que Gustavo Bueno desgranó el género de las naciones etnológicas, «grupos sociales dotados de instituciones propias» que, en el caso de las naciones históricas, están compuestas por «habitantes de diferentes regiones» que son considerados nación por los extranjeros gracias a «unos rasgos de uniformidad y cohesión». Es el caso español desde la unión dinástica entre Castilla y Aragón amparada por el matrimonio de los Reyes Católicos, jalonada por los hitos trascendentales de la conquista de Granada, la expansión comercial por Europa y el descubrimiento y colonización de América.
La nación política española nace en 1812, en Cádiz, protegida por mar por la Royal Navy y cercada por el ejército más poderoso del momento, el de Napoleón. Es la consecuencia directa de la guerra contra el invasor francés: noble, sacerdote, tendero, presidiario, campesino y bandolero luchan codo con codo, comparten las mismas penalidades, arrostran la misma suerte, asumen la misma autoridad en una nación donde el poder se ha atomizado, fragmentado y la cabeza real reposa decapitada en Bayona.
La nación política, con su servicio militar obligatorio, con sus bienes eclesiásticos desamortizados, con su nobleza desposeída de prerrogativas anacrónicas, se superpone a la nación histórica: hay pocas naciones históricas tan bien delimitadas en el espacio y en el tiempo como la española. Sólo la francesa, Gran Bretaña y las dos grandes naciones construidas bajo el primer nacionalismo de corte liberal, Italia y Alemania (dos entidades políticas que ampliaban la escala de las unidades humanas en sus territorios, así como creaban mercados de aspiración mundial, cumpliendo el principio del umbral de Marini). Además de superponerse, la nación política subsume a la histórica, acogiendo un nuevo término, el de patria. En la guerra contra Napoleón, escribe el historiador Pierre Vilar, «España afirmó su cohesión, su valor de grupo; el movimiento es profundo y arrastra a todas las provincias, y es sensible en todas las clases».
Este tipo de naciones inventadas, como la catalana que ocupa nuestra actualidad, apoyan su reivindicación en un pasado mítico completamente recreado en el presente
Sólo una nación política puede articularse mediante un Estado, por eso los nacionalistas catalanes y vascos insisten con una tenacidad subvencionada (por el Estado español) en el reconocimiento de la «historicidad» de sus supuestas naciones como estado previo a la creación de las naciones políticas catalana y vasca. Las alusiones a la «cultura» y al «sentimiento» como fundamento para la diferencia entre España y esas naciones entrañan el verdadero origen de estos movimientos separatistas: las últimas décadas del siglo XIX. Gustavo Bueno llamaba a esta idea de nación (la que sustenta estos independentismos) «fraccionaria», y la clasificaba como una de las familias de la nación política: «Una nación que no quiere reconocerse como tal, sino que supone una preexistencia ancestral y que ha estado aprisionada dentro de una entidad política carcelaria, que la oprime». Este tipo de naciones inventadas, como la catalana que ocupa nuestra actualidad, apoyan su reivindicación en un pasado mítico completamente recreado en el presente. Lo podemos ver cuando el Presidente de la Generalidad, Puigdemont, se refiere durante la primera alocución pública tras los atentados de las Ramblas a Cataluña como «un país que se ha distinguido a lo largo de los siglos por una forma de vida» determinada.
A despecho de dos sucesos históricos (la rebelión contra Felipe IV y la Guerra de Sucesión tras la muerte de Carlos II) enmarcados dentro de la descomposición de la hegemonía española en Europa, la idea de Cataluña como “nación cultural” es muy reciente y está íntimamente vinculada con la crisis del final del imperio de España, a finales del siglo XIX. Dice Hobsbawn que «desde las postrimerías del siglo XVIII y en gran parte bajo la influencia intelectual alemana, Europa era presa de la pasión romántica por el campesinado puro, sencillo y no corrompido, y para este redescubrimiento folclórico de el pueblo las lenguas vernáculas que éste hablaba eran importantísimas. Es durante este período cuando vemos cómo los movimientos nacionalistas se multiplican en regiones donde antes eran desconocidos, o entre pueblos que hasta entonces sólo tenían interés para los folcloristas. En 1914 encontramos muchos movimientos que apenas existían en 1870, o no existían en absoluto: armenios, lituanos, georgianos, judíos, macedonios y albaneses, rutenos y croatas, vascos y catalanes, galeses…la mayoría de estos movimientos recalcaba ahora el elemento lingüístico o étnico, o ambos a la vez».
El catalanismo político, primero regionalista, luego autonomista y al final del trayecto, decididamente separatista, ha ido siempre alimentándose de la debilidad institucional del Estado, quizá por que desde su origen fue una plataforma instrumental para que cierta burguesía aspirase a arrancarle a la administración una cuota de poder cada vez más grande. El ejemplo palmario es la sublevación contra la República en 1934, cuando, ya establecida como la primera comunidad autónoma española (el hecho diferencial, la eterna asimetría catalana) el catalanismo aprovechó la manifiesta inestabilidad de una República amenazada por el anarcosindicalismo para declararse autónoma. El caballo de Troya siempre fue la diferenciación cultural. Entre 1850 y el final de la Primera Guerra Mundial, el mundo fue un magnífico laboratorio para este tipo de ideas que, parafraseando a Hobsbawn, «estaban en función de cambios tanto sociales como políticos, por no hablar de una situación internacional que proporcionaba muchas oportunidades de expresar hostilidad para con los extranjeros: la embestida de la modernidad, la industrialización meteórica y las migraciones masivas».
Johann Gottlieb Fichte, el padre del nacionalismo alemán, deslizó la piedra angular al secularizar la vieja idea de la Gracia divina rebautizándola como Cultura. La Gracia dividía el Universo en dos partes, una sobrenatural (lo que eleva al hombre de su condición animal a un estado superior) y otra material o natural. La Ilustración, que arrambló con la vigencia de la Gracia, abonó el terreno para que la Cultura ocupase ese lugar espiritual: ya no es el Espíritu Santo, sino la Cultura, quien inspira y eleva no a la grey del Señor, sino a los pueblos nacidos tras el parto infernal de la Revolución. Cada pueblo tiene ahora, naturalmente, el derecho a conformar un Estado propio que garantice la supervivencia de esa Cultura.
El catalán no se estandarizó hasta el siglo XX, y el regionalismo catalanista remedó, hasta casi el nuevo siglo, las alegres formas de otros movimientos parecidos, como el galés: los famosos Jocs Florals no son sino una imitación de los Eisteddfods galeses. Como en el País Vasco, el asunto tomó un cariz distinto: del regionalismo o autonomismo a lo lingüístico-racial, cuestión en el que destacan los delirios de Sabino Arana, fundador del PNV e inventor de la ikurriña. Con el derrumbe imperial en Filipinas, Cuba y Puerto Rico, España pierde lo que le quedaba del antaño glorioso mercado de ultramar. Cataluña, en concreto, cuenta con una poderosa red mercantil e industrial que sufre especialmente las consecuencias de la nueva situación político-comercial.
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La nación catalana, sustentada por la ficción histórico-cultural, parece, a la luz de los hechos, una mina de zapa creada por un estamento social determinado cuyo único objetivo es el poder. Para ello, llevan más de cien años pergueñando un relato de superioridad moral y de pedagogía democrática que se parece mucho a los antiguos catecismos. Dice Vilar que «como no podían hacer la competencia a Inglaterra, y como las colonias eran ya muy restringidas, el proteccionismo se convirtió en su doctrina, llegando a ser casi una mística. Tienen prensa, mítines y puestos en el parlamento; denuncian la política madrileña y el peso de la España pobre, y reclaman la dirección de la economía. Acentuaron su desprecio por Madrid y por el bajo nivel de vida de las regiones agrarias, por sus pretensiones dirigentes. Fue el tiempo en que Prat de la Riba exaltó el imperialismo de los productores en La nacionalitat catalana. Término inquietante: en 1900, como en 1640 y 1700, las debilidades políticas del centro español conducen a una rebelión de las provincias más activas».
Si se atiende al apogeo de esta etapa terminal del separatismo catalán, su estallido coincide con la crisis de 2011: un Estado al borde de la bancarrota y del colapso financiero. En España, casi siempre, cuando la bonanza económica se esfuma aparecen las grietas en el casco del barco, sin importar cuán robusto pareciera el navío hasta entonces. La vía federal que propone ahora el Partido Socialista, como recordó Gustavo Bueno en alguna ocasión, se acomodaría mucho mejor en una España constituida como confederación de pequeñas naciones políticas amparadas bajo una monarquía. Pero esto supondría dividir la soberanía política de España, un disparate que abocaría irremediablemente a su balcanización y en consecuencia, desintegración.
El nacionalismo catalán (y por extensión, cualquiera que no sea el españolista) goza en el presente de un magnetismo colectivo basado en un aura de modernidad intelectual y de vanguardismo social cuya naturaleza es meramente reactiva, en contraposición a la interesada imagen de la España carca, cavernaria y cárcel de pueblos que sólo quieren votar, y que, por si fuera poco, no tiene un duro. Cataluña puede ser convertida, naturalmente, en una nación política, como lo fueron en el pasado otros tantos territorios hoy soberanos sin base histórica alguna, articulados sencillamente por un nacionalismo vertebrador que llegó a ser omnicsciente durante la gestación y el parto de dichas entidades políticas. La única diferencia es que ninguna fue alumbrada en un período de paz y prosperidad material, como ahora. Pero el secular carácter tóxico de esta ideología-palanca puede resumirse en estas líneas del periodista Arcadi Espada: «Desde el primer minuto fracturó la sociedad, sembró la división entre catalanes buenos y malos, instrumentalizó las instituciones, convirtió la lengua en lengua nacional, subvirtió la pluralidad y aceptó como natural un discurso supremacista, que yo prefiero llamar xenófobo, porque conozco su profundo y pútrido complejo de inferioridad».
Antonio Valderrama es el autor del libro ‘Hombres armados’ y editor del web Defensa Siciliana
Todas las naciones son inventos humanos sean políticas, históricas o fraccionarias, pero para mi España es un invento que me gusta muchísimo.