Contra la autocensura

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A falta de mayores y más ambiciosos servicios a la comunidad que prestar, los periodistas han vuelto a arracimarse estos últimos días en torno a un tramado debate sobre ellos mismos y su burbuja. Todo al hilo de la aclamada libertad de prensa que unas veces da como para rodear el Congreso y otras, para practicar el teatro de corrales. El detonante, que el escritor Arcadi Espada enfrentara la reprobación de cincuenta compañeros de El Mundo por incluir la palabra «mariconazo» en una obvia licencia narrativa frente al diputado Rufián tras su efectista y esperado momento con Aznar en la comisión de investigación sobre la financiación ilegal del Partido Popular. Arcadi fue grueso como se le supone al carácter y por qué no la labor, pretendidamente olvidados, del columnista de carrera. El aparato de censura contemporáneo, que, quien lo diría, lucha contra la desinformación aplicando el miedo y correctivos velados a los en teoría observadores neutros de la verdad, ha hecho lo suyo, empujando no sólo esa de por sí reveladora carta de protesta de cincuenta cándidos y cándidas, sino una última nota del autor en la que, finalmente, se ha visto empujado a dar explicaciones. Una primera y sonante derrota. El columnista no se hace de entrada para alumbrar, si acaso para escribir lo que un redactor no puede porque no sabe o porque no toca en su género. La polémica tuvo que alcanzar a Reverte, que escribió líneas contra la autocensura en su Patente de Corso: «Nunca, en mi larga y agitada vida, vi tanta necesidad de acallar, amordazar a quien piensa diferente o no se pliega a las nuevas ortodoxias». Un personaje no sospechoso de preferir sinónimos. Hace un par de años pregunté a varios compañeros de profesión para este artículo sobre los miedos que aterraban al periodismo de este país, y la mayoría mencionó la autocensura sin rodeos. Una autocensura que, mal que le pese a la arrastrada épica de despachos, procede menos veces de los llamados poderes fácticos que de los propios compañeros o, en última instancia, uno mismo. Una compañera de un sonado digital ha dejado su puesto víctima de las presiones. «¿Políticas?», pregunté por compromiso. Y se deshizo en carcajadas agrias. Tan cierto es que el lenguaje es un don a cuidar y defender -por ahí vienen batallas contra el qué dirán y las modernas inquisiciones de lo más plano, como llamar niño al que indudablemente es un niño- como que el periodista es su lanza. Ordenar un grupo de neuróticos a sueldo en torno a las realidades, véase hiperbolizadas o en negro sobre blanco, del último periodismo acre -y no este de gominola que atiende todas las sensibilidades como un cuidador en negro, sacrificando a veces por ello la llana realidad-, va camino de recluir la esperada libertad a falta de que la definan sus detractores.

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