Vamos a obviar por un momento que Pedro Sánchez no es el peligroso narcisista que ha demostrado ser y que su llamada a debatir cuantas más veces mejor con el líder de la oposición -o lo que sea- es honesta. Por no sobreanalizar, diremos que quiere, según sus propias palabras, confrontar ideas. Y ahora, resolvamos este enigma de la aparente urgencia en lenguaje coloquial, accesible a todo el mundo: los políticos hace tiempo que no debaten, porque esa no es la causa de la política en directo. Arrojarse discursos a la cara y llevar capturas de pantalla, titulares antiguos o recortes de prensa a un atril no es debatir, es ensanchar un mítin. Es tan burda la maniobra que hasta el resultado está escrito de antemano: si la derecha se niega, es que no tiene argumentos o le tiemblan las piernas. Si acepta, no sólo está perdiendo el tiempo sino que además dibujará un estado inconsciente de sumisión caricaturesca que el cerebro interpretará fácil como vulnerabilidad.
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Los maestros de la comunicación política saben, porque es una cosa muy obvia, cómo enfatizar los marcadores democráticos simbólicos, circunscritos a la semántica que la socialdemocracia ha registrado como lenguaje propio. Sánchez, el presidente más opaco de la historia de la democracia española, ejemplifica esa simplicidad conceptual tomando de nuevo al ciudadano por idiota. Y lo maravilloso no es eso, sino que haya elegido un escenario, el del bipartidismo hermético, para hacer apología de la normalidad democrática, envite que Feijóo acabará jugando. Todo pasa por Europa y todas las veces que hemos oído en los últimos meses la palabra «puente». De ahí que ni siquiera la oposición reclame espacio en el plató para esos al margen de izquierdas y derechas. Cualquier cara a cara pactado en esas condiciones es un fraude -otro- democrático e insulta al propio concepto de debate.
Pero no siempre fue así. En 2008, España fue testigo de algo insólito: un encuentro en prime time entre Pedro Solbes y Manuel Pizarro a propósito de la economía en los albores de esa gruesa crisis que hasta ese momento todavía era desaceleración. Solbes, por entonces ministro de Economía con Zapatero, zanjó que el PP «habla de crisis y recesión, algo molesto y que está lejos de la realidad». Los precursores de la posverdad también hablan socialismo. Probablemente fue el último debate genuino de ideas al que tuvo acceso el electorado, que respondió con más de un 24% de share -un escándalo de cifra- y llegó a reunir hasta a doce millones de españoles frente al televisor (⎋ más info). Parece que haya pasado un siglo, pero recordamos estupefactos que a la mañana siguiente gran parte del país discutía sobre proyecciones, crecimiento, porcentajes. Siendo como es España un lugar hostil en la educación económica básica -de hecho fue una de las obsesiones de Sánchez durante la gestión de la pandemia, reinterpretar los indicadores (⎋ leer)-, era evidente que la causa había merecido la pena.
Tal fue la atracción, que los medios extrajeron de la experiencia a pie de calle una fatal conclusión, cómo no importada del show business estadounidense: los debates se ganan o se pierden. No cabe tal competencia en la discusión de medias verdades, y eso de que un debate pueda ganarse pervierte extremadamente su causa natural. Tal es la cosa, que hemos normalizado hasta los campeonatos de debate en institutos, a los que los chavales llevan folios subrayados y apostura de candidato populista. Aunque las fronteras de la sinonimia sean cada vez más líquidas, es mejor no llevarse a error: Sánchez no busca confrontar ideas sino convicciones de veracidad alterada y arrojar a Feijóo sus traumas, preconfigurando una zozobra social que inflame la de por sí fascinante experiencia de concurrir a las urnas a finales de julio. Y hemos vivido lo suficiente como para saber que pese a la folclórica pose oponente, es muy probable que el gallego acabe accediendo. Cosas de la democracia.