Cómo rodear el odio

Barcelona skyline 2017

Era cuestión de tiempo. De por sí, ya es lo suficientemente devastador que el hombre occidental haya de resignarse a la probabilidad de ser, tarde o temprano, víctima de un atentado de radicales islamistas, como para además enredarse en buscar responsables o culpables más allá de los propios terroristas. Pero es justo lo que hacemos, lo que hacen, aquellos a quienes les sobrepasa primero el calor de la tragedia y después la alarma de deudas morales. El ataque a Barcelona primero -y luego el intento en Cambrils, felizmente saldado con los psicópatas en su limbo idealizado- lo han vuelto a manifestar, solo que de nuestras fronteras hacia dentro: ni el 11-M, de horrible recuerdo y ofensa probablemente sin comparación, logró reunir esfuerzos en los discursos no oficiales. Durante los últimos años hemos recibido las noticias de otros atentados yihadistas en Europa y el mundo, algunos de los cuales tintados de una crueldad especial como el del atropello en el mercado navideño de Berlín, la masacre de la sala Bataclán en París o los actos contra colegios y universidades en Garissa (Kenia), Pakistán, Siria o, más recientemente, Filipinas: y lo más acertado a lo que hemos llegado ha sido al acatamiento de un sino lamentablemente autocumplido. España se ha volcado desde 2015 en la lucha antiyihadista y ha logrado encerrar a aquellos que dejaron pruebas a los muy capacitados cuerpos de seguridad y vigilancia del Estado: insuficiente, a pesar de todo, frente a la evidencia. ¿Cómo no vamos a rebelarnos?

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Ahora bien, durante la fatalidad, nosotros mismos tendemos a operar como resortes del terror amplificando mensajes equivocados o colapsando el entendimiento de los medios en redes. Huelga decir que el periodismo en directo es siempre una aventura, no es fácil imaginar cuando tienes sangre de los tuyos a tus pies. No somos lo suficientemente pulcros para con esta particularidad ni seguramente estemos preparados para decirle al tocado periodismo de rigor cómo han de cubrir informaciones de este malsano calibre. Hasta el atentado en Barcelona, y tomando como partida aquel vacío informativo en directo del atentado de 2013 en Boston, la mayoría de medios no contaba con estar preparados para montar una tertulia de urgencia que cubriera la parrilla porque cada dos por tres a unos maniáticos les diera por estrellar un camión contra una multitud. Por ejemplo. A partir de entonces, informaciones cruzadas entre medios británicos, franceses y españoles habían dado siempre un resultado loable: pero es muy diferente filtrar información extranjera, someterla a escáner y acercarla sin prisa, a que te atrapen en tu casa y pasar a ser tú quien haya de dar respuesta rápida, veraz y satisfactoria a todos -no digamos ya en una lengua desconocida allende los Pirineos-. Primero: no somos pacientes para con el periodismo precisamente cuando más quietud, frialdad y ayuda necesitamos todos. Ni qué decir tiene que nos dediquemos, en las horas inmediatamente posteriores a la catástrofe, a compartir los consabidos bulos como si realmente fuéramos a lograr algo con ello. O que nos echáramos los ejemplos a la cabeza como si de verdad un medio de referencia fuera mejor que otro.

Las redes sociales son el primer río de lava del que es conveniente escapar después de un atentado terrorista. Ni siquiera es el lugar ideal para operar si sospechamos que en el infierno podría estar sufriendo uno de los nuestros: no hacemos nada allí. Informaciones de servicio como las llamadas de las autoridades a la prudencia, de los hospitales a la solidaridad o de los cuerpos diplomáticos a la condena podemos encontrarlas también fuera del basural en el que suelen convertirse estos sitios, que desde luego no dan reposo a las víctimas ni mucho menos asistencia a los heridos. Sólo habría que vernos a través de un agujero: sentados, tumbados, o en la oficina, salvando el mundo, congraciándonos con el pueblo golpeado como si no hubiera existido hasta entonces. Aportando absolutamente nada al momento. Si tienes algo, ve a las autoridades y ayuda. Si sientes algo, ve al hospital y ayuda. Lo mejor que puede hacer cualquiera es cerrar sesión y pasar al mundo real, ahí donde los muertos son reales. Tomar conciencia de la aniquilación es el camino más corto a la conciencia de esta pelea, minimizada -de nuevo los medios- en el día a día y muy amortiguada -aquí la ideología- por la mayoría de los grupos opositores. De poco más va a servir, salvo para cubrir la necesidad audiovisual de la guerra (y aquí yo distingo un triste rasgo particular: que seamos capaces de grabar a heridos, mutilados o agonizantes a dos metros de distancia) quedarse medrando en las redes como si fuéramos nosotros quienes debiéramos algo al derecho a la información.

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Por último, está la truculenta necesidad, durante el estruendo, de hacerse saber un miserable mental. Históricamente, atentados, ataques y todo tipo de obstáculos al Estado de derecho y a la base democrática han sido jugo de fieles y críticos a partes iguales. La ecuación, como para con otros extremismos, es sencilla: si no estás con ellos, estás con aquellos a los que amenazan -masacran, en este caso-. En muchos casos es casi coherente que un perfil muy ideologizado -profesional o no- encuentre huecos en su discurso habitual que de pronto se vea obligado a rellenar urgentemente con la retórica que tenga al alcance, responsabilizando del yihadismo y su atrocidad a quienes lo sufren. La disputa de posiciones extremas enfrentadas, con la sangre aún fresca salpicada en las paredes, suele librarse precisamente en las referidas redes sociales. Qué duda cabe de que no es ni el momento ni el lugar, pero sí una revelación en tres dimensiones y una amplísima gama de colores a lo que son algunos: rivales hasta frente a la muerte. También hay políticos, de los que se hacen llamar así y que se han incorporado al debate normal como si lo fueran, que se arriman a la orilla de este río con el cebo de las acusaciones, de las refriegas, sin dejar reposar al país siquiera durante los días de luto oficial. Qué duda cabe que habrá que depurar responsabilidades en las horas posteriores al duelo: que al destrozo, si no puede anticiparse, le debería corresponder un correctivo o acción idónea y que, como defiendo a menudo, es necesario usar los nombres que ponemos a las cosas que existen. Pero no mientras lo celebran, sino mientras se reagrupen pensando la siguiente. Vamos a intentar dar, en la medida de lo posible, un poco menos de asco que la ponzoña. Por el bien de todos.


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