A Gaspar Noé le interesa más bien poco todo lo que no tenga que ver con la creación incondicional y ese es un valor a agradecer hoy en día. Impagable, diría. También es, por supuesto, el principal obstáculo de cara a una carrera reconocida -que no reconocible-. En Climax (triunfadora en Cannes y muy bien valorada en la red) se le vuelve a ir la mano, como uno de los protagonistas susurra cuando ya no hay marcha atrás: pero en los primeros compases, la película se viste con la tricolor francesa y la exhibe orgullosa. No es para menos: si te han de recordar, que sea con tu patria por delante. También hay un devaneo anecdótico, pero existe, al respecto cuando dos personajes la repudian con sorna. Climax es una película indecente y ha servido al público de Sitges 2018 su primer plato de autor. El comienzo es delirante, una plano secuencia imponente, inolvidable, con una coreografía hipnótica que es un manjar y en la que todo vale: después, una serie de cortes en los que los bailarines se relacionan tras el acto poniendo en jaque los conservadurismos atávicos de los que esta incesante modernidad quiere olvidar: la religión -una, en concreto, para variar-, el sexo, la homosexualidad, el aborto, el racismo, las drogas. Todo cuanto consume a la generación más preparada de la historia y también la más insufrible, la que peor tolera el rechazo y la frustración. Durante todo ese tramo, el director juega con el espectador, que si ha llegado limpio de avances a la película todavía no imagina por dónde pueden ir los aires. Et voilà: lo que se presumía una noche de fiesta de despedida de la improvisada compañía de artistas callejeros en ebullición asciende a pesadilla cuando empieza a hacer efecto en ellos la droga que alguien ha distribuido en la bebida. Sólo hay tres sospechosos y la cámara se olvida, hasta el final -con una sensata excepción- del ejecutor o ejecutora. Porque el convencionalismo es atronador. El baile a través del cual todos se han relacionado con sana naturalidad da paso a un tormento de delirios, agresividad, hambre y saña. Tal es el recorrido que de los debates de calle sobre lo mundano el argumento se salpica de pronto con autolesiones, incesto y hasta una mujer violadora, toda una razón verdaderamente atrevida en los tiempos que corren. La cámara pierde el eje, sigue a los protagonistas en su descenso y se lleva con ellos al espectador que ha aguantado hasta entonces. Porque, esta es otra conquista, Climax ha provocado los primeros abandonos de sala del festival. La fotografía enturbia la acción, llevándola al extremo, abstrayéndola de cualquier desenlace predecible: y cuando la luz se viene abajo y emerge el rojo, todos ellos saben que no tienen más salida que la obvia, que es entregarse al desenfreno narcótico que pretendían alcanzar con la maldad de diseño, como niños jugando con armas de plástico que se sienten seguros. Como en la descorazonadora pero original -y justa- Irreversible o en Enter the void, Gaspar Noé ilusiona y conquista, aunque sigue sin ser un director para recomendar a seres realmente queridos.