Censura y manipulación: así te calla Twitter

Pablo Iglesias

Durante tres años, Donald Trump topó en el cosmos digital con siete enemigos muy peculiares: siete usuarios de Twitter que lo llevaron a juicio por bloquearles y a los que la justicia dio la razón en dos procesos distintos, concluyendo que el presidente de los Estados Unidos vulneraba la primera enmienda de la constitución que consagra desde 1791 el derecho a la libertad de culto, expresión y reunión. Entre 2018 y 2019 un tribunal federal neoyorkino y otro de apelaciones coincidieron en que Trump no podía bloquear seguidores en Twitter desde su cuenta oficial, porque suponía nada menos que una forma discriminatoria de sesgar el debate y adulterar el foro público.

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Lo que sugería esta incorporación a la agenda del debate sobre los usos de una red social por parte de los políticos adquirió carácter capital cuando Trump abrió una guerra específica contra Twitter, por considerar que se tomaba demasiadas molestias en controlar –editorializar– la opinión de sus usuarios. Todo el mandato de Trump fue un caramelo para la prensa, que de hecho ya sufre la falta de noticias -o mejor dicho, de interés editorial en ellas- de la administración Biden, lo cual evidentemente contribuía a visibilizar este tipo de causas que en el resto del mundo (España incluida) pasan por anecdóticas. Cuando Twitter usó al presidente de conejillo de indias para su Gran Hermano ideológico, añadiendo a sus tuits sobre el último proceso electoral advertencias corporativas que alertaban de su potencial inverosimilitud, quedó patente que las reticencias del presidente sobre la libertad de expresión consagrada en esa primera enmienda habían cambiado para siempre. Que la corte suprema descargara a Trump de vulnerar la primera enmienda este mismo año, meses después de que Twitter cerrara su cuenta, basta como corolario y explicación al fenómeno: para consolidar un mensaje, nada como sacar de la mesa de debate a quienes lo discutan. Paradójicamente, es una idea muy similar a la que concluyó que Trump violentaba la Constitución estadounidense, con una diferencia significativa: el poder de silenciar estaba ahora en las manos correctas.

Durante los últimos dos años se ha popularizado en España un uso censor de Twitter por parte de diversos políticos, si bien es reveladora la tendencia de la izquierda a reinterpretar su propia idea de diálogo con el electorado. No es que hayamos importado esta anomalía democrática precisamente de la administración Trump, porque el control de la disidencia y la naturalización del mensaje único es algo tan antiguo como la Europa que conocemos, pero no deja de sorprender que sea algo asumido, en una especie de pacto entre formaciones, como una opción en una sociedad que se dice progresista y avanzada. Podemos y Pablo Iglesias -cuyo uso político de Twitter siempre fue un enigma, sobre todo echando un vistazo a qué tipo de perfil de seguidor prefería- fueron los grandes precursores, pero sigue siendo una actitud desafiante y muy reveladora del momento social que atraviesa España -y su desconexión con el pueblo- que ha contagiado a nombres tan diversos y aparentemente distanciados entre sí como Irene Montero, Yolanda Díaz, Toni Cantó, José Luis Ábalos, Íñigo Errejón o Espinosa de los Monteros, por citar un puñado. Bajo este curioso comportamiento de los representantes públicos en un espacio de debate abierto no cabe más que reseñar lo obvio, que es que hace tiempo sólo se dirigen -efectivamente como haría un tótem de propaganda- a los suyos.

Twitter no sólo interviene activamente en la modulación del debate, sino que facilita herramientas alternativas a quieres quieren segmentarlo a la fuerza

Como hemos crecido con la idea de que las redes son neutrales y que es el uso que se les da lo que les confiere uno u otro sentido, desligamos habitualmente a Twitter de las decisiones que nuestros políticos toman sobre a quienes dejan hablar. Pero Trump tenía razón. Twitter no sólo interviene activamente en la modulación del debate sino que facilita hasta tres herramientas alternativas al bloqueo a aquellos -sin distinguir si es o no cargo público- que quieran segmentar a la fuerza quiénes pueden participar de su política personal de comunicación. Quizá la menos invasiva sea la de silenciar cuentas, el equivalente a bloquear pero sin dejar rastro. Es fácil configurar un timeline de cuentas amables sólo silenciando las incómodas, sin lo explícito para el agraviado que implica un bloqueo. No son tan discretas las otras dos opciones: una, la de ocultar respuestas, que permite que no aparezcan en el tuit raíz interacciones que lo corrijan o contradigan. Y la más interesante, por lo que explica de la relación entre políticos y ciudadanos: la de elegir quiénes pueden interactuar con cada publicación. La expresión más transparente del verbatim moderno de comunicar -gobernar- para los tuyos. Adriana Lastra o Ada Colau -quien acabó huyendo de Twitter denunciando precisamente que se había convertido en un espacio de debate viciado- son dos de las que tienen por costumbre dirigir sus mensajes únicamente a quienes mencionan, cuando frecuentemente no mencionan a nadie.

El paradigma comunicativo de los políticos en Twitter ya está instalado en la posibilidad de bloquear o silenciar ciudadanos y limitar la respuesta pública y libre a sus intervenciones, algo que irónicamente se ha alineado con la necesidad de intervenir el espacio de debate para aislar esos dos monstruos que el progresismo ha capturado y engordado (el discurso de odio y las fake news), de nuevo ventanas de oportunidad predilectas a la censura. ¿Cómo es de válido o razonable que un cargo electo suprima a un porcentaje del pueblo de su actividad en redes? ¿Puede un político a sueldo y servicio del pueblo, blindado por las normas de uso de Twitter, escudarse en que su proselitismo y sectarismo ideológicos respondan a una actividad personal y no administrativa? Y lo más importante, ¿por qué en nombre de la concordia y los espacios seguros de conversación se están perpetrando precisamente las peores afrentas contra la libertad de expresión?

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