El día que ampliaba su contrato con el Real Madrid tras una temporada inexplicable en lo personal y todavía más extraña en lo colectivo, Toni Kroos reivindicaba su posición en el equipo: «Mi trabajo es ayudar a controlar los partidos, que es lo más importante para ganar». Sobre la ilusión del control en el centro del campo se ha imaginado un esquema mental deportivo muy heterogéneo que narcotiza el fútbol actual. Así, lo mismo te controla un partido un posicional puro como N’Golo Kanté, Rodrigo Hernández o Casemiro, un interior fundamentalmente físico como Paul Pogba o Tanguy Ndombélé o uno de pie ágil como podrían ser, entre los más mencionados, Frenkie de Jong o Arthur Melo. Estos dos coincidirán, salvo incidencia, en el FC Barcelona del futuro. Del segundo, además, se han visto cosas en su primer año en España que invitan a la comparación con uno de los exponentes más luminosos del fútbol de toque, posesión y control de la última década como es Xavi Hernández, ya felizmente retirado. Lo que el barcelonismo no alienado no contempla es que Arthur, por amplitud de giro, soluciones dinámicas y conectividad en la banda ancha del campo tenga bastante más que ver con uno de los repudiados, Thiago Alcántara, que no pudo hacer carrera en el club tras chocar primero con Guardiola y después con su ambición. La diferencia entre Arthur y Xavi no es sólo deportiva, también conceptual. Xavi administraba la pausa, Arthur la libera. En este sentido, que es difícil de entrenar porque requiere un trabajo mental acostumbrado, a menudo inherente a la figura propia de la persona y su perfil futbolista, parece evidente que un jugador como Arthur, que tiene sólo 22 años, pueda necesitar más cerca a algo parecido a un posicional puro -lo que tenía Xavi en el mejor Sergio Busquets- que a otro interior de posesión como Ivan Rakitic o el mencionado De Jong, cuyo derroche físico y frialdad con balón parecen sin embargo un buen parapeto en contención. Coutinho, que parece haber perdido la oportunidad de tomar y liderar esa responsabilidad, no ha sido capaz de imponerse ni física ni futbolísticamente en un puesto que le necesitaba y que en condiciones normales habría precipitado la suplencia, cuando no salida, del mismo Rakitic. Y Arturo Vidal puede ser un destructor al uso, pero también un fenotipo de calentamiento con poca comparación en esa plantilla.
Esta temporada el Barcelona ha pedido control y ha encontrado caos recurrente frente a rivales no mejor organizados, sino más conscientes. El caos es la rutina que sigue a la radicalización del balón por el balón. De ahí que al Ajax semifinalista de Champions de Erik ten Hag lo hayan llamado así, «fútbol total» o, mejor aún, «fútbol líquido». Algo similar a lo que marcaba el nasciturus del Liverpool de Jürgen Klopp que es ahora, con futbolistas acostumbrados a tareas que les eran ajenas como Milner, Wijnaldum o Matip pero con la base innegociable de la competitividad: laterales largos, delanteros veloces y técnicos en espacio corto, goles por reiteración, ataques de líneas mixtas en paralelo. Cuando el Barcelona ha querido impulsarse en lo que la propaganda llama «el estilo», ha encontrado que no hay una arquitectura trabajada -entrenada- para ese fin, misión que le corresponde a la dirección técnica. Luis Enrique, que tuvo al último Xavi y al penúltimo Iniesta, supo anticiparse a esa problemática física y ganó el triplete imponiéndose sobre todo en el desconcierto. La autoexigencia es, contra lo que pueda sugerir, la mejor excusa del resultadismo. No se escondió y celebró a voz en grito cada gol al contragolpe y cada portería a cero sin ruborizarse. Ernesto Valverde ha intentado algo parecido, pero sin el último Xavi y el penúltimo Iniesta. Desde 2015, el Barcelona ha gastado cerca de 600 millones en fichajes y se presenta a verano de 2019 más convencido de la revolución que dos perseguidores con el agua al cuello, Real Madrid y Atlético, a quienes se les marchita una generación. Pero si sigue, Valverde tiene a mano la primera solución (Arthur) y la segunda (De Jong), sin olvidar que la errática y compulsiva dirección general debe encajar con el debido honor que Busquets nunca más será el que fue y que de ahora en adelante, todas las derrotas del equipo serán las derrotas de Leo Messi. Lo demás es un ruidoso galimatías, más conectado a la guerra cultural que a la concepción del juego, y una caza de brujas agradecida para los altavoces mediáticos.