Carlota era una mulataza que andaba inmersa en pelear cuando el jefe del frente que se defendía de los ataques la mandó guiar a un grupo de periodistas que cubrían el conflicto de guerrillas derivado de la independencia angoleña respecto a Portugal. Entre aquellos periodistas estaba Ryszard Kapuscinski, que curiosamente no era periodista, sino historiador. Pero hacía de periodista que te cagas. Hasta que se les puso Carlota delante, sólo Kapuscisnki y otro andaban convencidos de cruzar zona hostil para acercarse al foco violento; el resto aludía a sus casas y mujeres para defender a sangre caliente sus reticencias a arriesgarse. Apareció Carlota, metralleta al hombro -y no de atrezzo; de verdad, de las que matan personas- y enseguida se convencieron todos. En el libro ‘Un día más con vida’ es donde el polaco cuenta esta escena: a medio camino, se detienen en un pueblo que sólo defienden críos y crías, únicos que han quedado en pie y que esperan ser atacados y tomados en cualquier momento. Cuando toca reanudar, Carlota renuncia y se queda con los críos, de vigía. Los periodistas (Kapuscinski y los portugueses que iban con él, que habían flirteado con la guía en el camino), salen entonces, apenados, del embrujo en el que la aparición de la mujer (tenía veinte años, cuenta el libro) les había zambullido. Prosiguen los periodistas su camino, más conscientes del peligro ahora que la frustración hormonal les había desertado, y se queda la guía. Antes, Kapuscinski había tenido a bien fotografiar a Carlota, para inmortalizarla. Ni una hora después, todos, embelesados en un minúsculo cuarto de carretera donde pretendían cenar antes de proseguir, recibieron la abrupta visita de un soldado: tomaron el pueblo y abatieron a Carlota. Había desaparecido la mujer que, en la oscuridad, les había puesto un señuelo con su sonrisa; cayó muerta la penúltima ilusión, fuera de lo profesional, de quienes caminaban hacia lo complicado. Para finalizar el relato, cuenta Ryszard que al revelar las fotos y verlas con aquellos periodistas, meses después, en Portugal, todos bajaron la cabeza al comprobar que Carlota, en realidad, no era tan atractiva. Ninguno lo expresó pero en sus silencios y miradas, preferían eso al duelo. Carlota sólo había sido eso, un anhelo, un soplo. Sólo hay dos tipos de estudiantes de Periodismo: los que empiezan leyendo a Bukowski, esperando que esto les lleve a más mujeres a la cama -y en el caso de las propias mujeres, únicamente para pasar por profundas, pues Bukowski era bastante medio, pero adornaba mucho su abstracción-, y los que empiezan con Kapuscinski. Entre ambos se suele librar una batallla intelectual de aúpa, porque los primeros creen en las minifaldas, los escotes, el oportunismo; y los segundos, descatalogados, porfían por la valentía y la honestidad. Carlota habría sido, metralleta al hombro, de las de Kapuscinski.