En febrero de 2022, antes de cumplir un año de vicepresidenta, Yolanda Díaz dijo estar agotada. El rodillo consideró positivamente su fortaleza y valentía. Hasta los medios de no-izquierda, ahora rehenes de los sondeos, sugirieron prudencia. Algo respecto al trabajo y el agotamiento tendrá Podemos cuando su primer valedor, Pablo Iglesias, constató algo similar al huir cobardemente de la gran política tras empaparse de confidencialidades asomado al CNI. Además, enfatizó: «sólo un cretino se sentiría bien cuando lo que tiene encima es muchísimo trabajo», aunque tiempo atrás la experiencia vital de cambiar pañales y limpiar culos (sic) a su progenie le validara automáticamente para su absorbente omnipotencia soviética.
Durante ese tramo ahora lejano entre los veranos de 2021 y 2022 tuvo lugar la retirada fantasma de Simone Biles en plenos Juegos Olímpicos, de nuevo por cansancio, inseguridad y temida infrarresistencia a la presión. Como en una performance hiperconectada a un nivel irrelevante, en Madrid asistimos ojipláticos a la celebración del ‘Orgullo Loco’ , reivindicado por Mónica García e Íñigo Errejón al avivar el debate sobre, atención, los cuidados y la salud mental. Orgullo loco. Cansarse de trabajar. Cretinos autorrealizados. Igual la extrema izquierda de este país ha estado lanzando un mensaje y no lo estamos sabiendo encajar en el contexto histórico, pero es lo que parece: ricos quejándose. Y aspirantes a serlo asintiendo.
En la retaguardia del mismo bando se apagan quienes no se cansan porque sus miradas son diáfanas y valen por sí solas como llamadas de socorro. No sabemos cómo será Irene Montero de cretina según la apreciación de su expareja y padre de sus tres hijos miserablemente abandonados, porque nunca se ha quejado de tener demasiado trabajo. Su descomposición física es evidente, ni siquiera hace falta irse a ese vídeo, luego viral, de su época de estudiante en el que lucía una estupenda y válida redondez. Visiblemente demacrada, siempre al borde del llanto, ha enmarcado su mirada en un cianótico que se oscurece cada vez que la rebaten. Ni los signos más evidentes de fatiga, hartazgo e ineptitud le certifican el brillante rol social de víctima. Y eso la convierte en una perfecta mártir.
Sólo hay que ojear, porque no merece mucho más, el clamor periodístico alrededor de esa infrademocrática ley del “sí es sí” que el bipartidismo ha reprobado a la que es, indudablemente, una de las políticas peor preparadas que han servido a España nunca. Mientras la izquierda corre velos semitransparentes, la opinión pública parece agazapada desoyendo las señales que Montero visibiliza tan indudablemente acerca de su presencia catatónica en esta legislatura. Le piden la dimisión como si eso fuera a arreglar algo. España es colíder en invocar dimisiones estéticas. Nos pirramos por un personaje público humillándose, cuando en realidad a quien necesitamos ver en una pica no es a la intrascendente, sino a sus consecuencias.
Lo fascinante es que haya quien interprete valentía en que Irene Montero dé la cara contra sus detractores cuando la hemos visto sonreír y celebrar , cuando no directamente omitir, causas y consecuencias de su funesta percepción de la política feminista en torno a la mujer en un país que se cae a trozos que nadie va a recomponer. Dijeron lo mismo de Jacinda Ardern, lo más parecido a un dictador real que ha sufrido el ‘mundo libre’ en el siglo XXI, que también se cansó. El rasgo diferenciador de la valentía va aparejado hoy a un descaro y un maravilloso desdén que lo equiparan a la irresponsabilidad. Un político no puede ni debe cansarse de servir. Pero si prefieren humanizarse, que bajen a este barro y opten a sufrirse a sí mismos durante un periodo de prueba como ciudadanos.