Hace años, cuando la sanidad pública no era un mural de reivindicaciones de un solo signo, era común ver en las salas de espera de los ambulatorios carteles de lo que tradicionalmente se conocía como anuncio de servicio público. Come sano, no bebas alcohol, guarda silencio, respeta. Y mi preferido: no fumes. En una de sus variantes, llamaba mi atención uno sobre abandonar el hábito: «Cada vez que lo dejas, triunfas». Como no estaba familiarizado con la mitología clásica ni con la sanchista, lo atribuí a un error de concepción. ¿Cómo podía ser un triunfo dejar el tabaco más de una vez, presuponiendo con ello repetidas recaídas? Con el tiempo, acudieron en masa al rescate de los débiles -y su legítima defensa- toda una retahíla de eslóganes sobre levantarse, caer, sobrevivir y demás que ha encontrado en la política globalista de la resiliencia (no tendrás nada y serás feliz) su profético corolario.
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Para demasiados, Simone Biles alcanzó el estrellato compitiendo pero no pasó a formar parte de la leyenda del deporte hasta que decidió apartarse de pruebas definitivas en el cénit de la competición para volver, días después, y colgarse el bronce en barra. Sus variadas explicaciones al abandono temporal, más un paso a un lado que una decisión consistente, así como las comunicaciones oficiales de su equipo, aludieron a la salud mental. Esto habría revelado una reacción unánime de noble empatía de no ser por algunos interrogantes clave al respecto y porque la salud mental hace tiempo que dejó de ser tabú, en contra de lo que muchos quieren hacernos creer ahora, mucho menos en la alta competición. Cualquier aproximación al caso -del que sólo conocemos, como de todos los demás, la parte interesada- fue durante días injusta, desmedida y partidista. Pero de ahí a sostener que Biles pasaba a la Historia por «saber abandonar a tiempo», sacrificar podios y otras construcciones de bazar va un trecho en el que conviene enfangarse.
Toda la complejidad que reviste el debate de la salud mental en la élite, donde medran durante tu carrera personajes variopintos pendientes sobre todo de si ganas, queda intoxicada de anécdotas particulares amateur, si bien el sufrimiento no es cuantificable ni las razones subjetivas un universo cerrado. Lo más extraño del caso es cómo se ha abierto en canal una dicotomía política acerca de lo que significa abandonar una altísima competición -la cima del deporte- a las puertas de una o varias medallas, víctimas de la insobornable presión que facilita muchos malabares a las derrotas. La izquierda, que hace no mucho danzaba en España bajo el lema «Orgullo Loco» con el propósito de visibilizar -a su grotesca manera, claro- el usual abandono de los pacientes de salud mental, ha seleccionado a Biles para su vitrina sin esperar siquiera (otro signo de los tiempos) a un diagnóstico claro. El subjetivismo encumbrando al tótem.
El caso Simone Biles pone de relieve la estrecha relación del mundo que transitamos con la ignorancia más cerril
También hay grises entre lamentar que la sociedad premie el abandono a través de la incompleta explicación de una enfermedad o trastorno mental y deshacer su carrera en un chasquido. Por eso hay que establecer una frontera. ¿Está Simone Biles diagnosticada de alguna enfermedad o trastorno mental que haya sido ocultado a la opinión pública? Ella ha explicado que su problema específico es la desconexión coyuntural de su sistema nervioso, algo que pone gravemente en riesgo su integridad física en maniobras extremas. ¿Había sido tratada anteriormente de ello? En caso afirmativo, ¿por qué ha dejado de ser efectivo? Si la respuesta es no, ¿cuál es el desencadenante de este tipo de colapso, y de qué ha dependido que pudiera volver a competir apenas unos días después? Sin respuestas, Biles queda automáticamente cancelada como ejemplo «de superación». Jim Carrey explicaba desde la experiencia propia una distinción que hay que recordar para que nadie se lleve a engaños: estar triste es una cosa, padecer de depresión es otra muy distinta. «La depresión es tu cuerpo diciéndote: jódete». Igual con esto: el miedo (¿Biles, miedo a competir?) o al fracaso son dos síntomas distintos también. El vasto tratado de Durkheim sobre el suicidio, su causalidad y su aritmética tiene más de un siglo pero parece publicado anteayer.
Pero si algo ha puesto de relieve el caso Simone Biles ha sido la estrecha relación del mundo que transitamos con la ignorancia más cerril. La perversión de las representaciones de la enfermedad mental y su significado objetivado, el brochazo a su entendimiento y con ello a su razón, no es más que otro renglón torcido en la experiencia de la modernidad. El traidor es el que con el cuerpo caliente puede hacer apología del fracaso, legitimado a través de lo que universalmente se tiende a llamar salud mental, categoría inexplorada por el gran público y todavía un constante desafío para la ciencia pero una golosina en la era de los cuidados y la fascinación por la derrota que nos universaliza e iguala con los mejor dotados. Biles lleva toda su vida rodeada de psicólogos, asesores, agentes, cuidando no sólo su poderoso físico sino también la opresión del entorno en los oídos, las palpitaciones inoportunas y el largo etcétera de los fantasmas del Olimpo. Su equilibrio, en definitiva. Su última respuesta a algo tan trabajado contrasta con la aparente tibieza normal -mediocre- con que se toman su trabajo las personas que diariamente bregan con asuntos tan importantes como nuestra salud o nuestra libertad, que han sido capaces incluso de frivolizar con ello usando a Biles de ejemplo.
No se puede decir que retirarse de Tokio fuera a hacer a Biles peor persona, pero desde luego no le habría hecho mejor deportista. Y no, no triunfas cada vez que lo dejas, cada vez que te rindes o cada vez que dudas. La duda no es un deseable, es una estafa fragmentada sostenida en vida, algo aparejado a la supervivencia y a la adaptación (es decir, a la incapacidad). Hablamos de una deportista madurada en la victoria, sería absurdo e infinitamente injusto igualar sus triunfos en competición a cualquiera de sus burnouts. Y sobre todo: desde el mismo momento en que la izquierda se arroga un absoluto imaginado sobre algo tan desafiante como la salud mental, que apareja tragedias sensiblemente más dolorosas que dejar a medias un ejercicio o una ronda olímpica, lo más sensato es sospechar, tomar distancia y explicar detenidamente que abandonar nunca es un éxito y mucho menos, hacer de ello ningún tipo de bandera. Al contrario.