Se cumplen 25 años de otra de las derrotas incontestables de la arrogancia del hombre a manos de la naturaleza que él mismo pretende contener: Jurassic Park, obra maestra del cine, planteaba ya en 1993 el debate animalista que toca techo en la quinta entrega de la franquicia, Jurassic World: Fallen Kingdom. Entonces, Spielberg elevó al cine una obra exigente en la que se desmarcó como creador omnipotente. Convirtió a los dinosaurios en estrellas. Jurassic Park es por encima de todo una obra cumbre de la ficción con una riqueza de subdiscursos acorde únicamente a las producciones históricas. El diseño, el cuidado en postproducción, un rodaje tedioso y violento que puso en peligro incluso al equipo, la inolvidable banda sonora o el impecable trabajo animatrónico alcanzaron en conjunto tal nivel de perfección resolutiva que, básicamente, no se han vuelto a ver dinosaurios iguales en 25 años fuera de la franquicia. Como es arriesgado y resulta poco sofisticado reducir un éxito continuado de taquilla a los efectos sonoros, disparos o rugidos, algo que se ha cuidado mucho durante las cinco películas y que descansa seguro como razón de su éxito global es la eterna alegoría que cuestiona el papel del ser humano en el planeta, y que en lo teórico hace tantos adeptos como la misma exposición de los animales y su belleza redonda como emisores del pasado.
Michael Crichton escribió Jurassic Park en 1990 y The Lost World en 1995. Ambas son las únicas referencias literarias reales de la franquicia, por eso la secuela sostuvo bien el agotador éxito de la primera película. Fascinados por lo imposible, Spielberg y compañía acertaron también con The Lost World (1997), dando el papel protagonista además al principal delator de la ambición del ser humano en lo que respecta a resucitar animales de posibilidades desconocidas: Ian Malcolm (Jeff Goldblum). El suyo es el personaje de referencia de los escépticos, y por eso vuelve en Jurassic World: Fallen Kingdom, masticando palabra por palabra todo el sufrimiento -y el aprendizaje a la fuerza- que arrancó de la experiencia en el primer parque primero y en la Isla B después. Un científico revelado como activista en una segunda película que costó algo más pero recaudó apenas la mitad que la primera, y cuyo discurso naturalista conecta fácil con el espectador, que enseguida elige bando y se posiciona del lado de los documentalistas. No es casualidad que otro de los papeles, el de Nick van Owen (Vince Vaughn), se sostenga en el perfil menos disimulado de propagandista de Greenpeace, «saboteadores profesionales» en palabras de uno de los villanos. Aunque, valga la metarreferencia, sin reparar en gastos: «Noble fui el año pasado. Este quiero que me paguen», en referencia al viaje subvencionado por Hammond para proteger la segunda isla.
La franquicia pinchó irremediablemente en hueso en la tercera entrega (2001), que recaudó la mitad que The Lost World y en consecuencia, apenas un tercio que la original. Ni siquiera devolver a Alan Grant (Sam Neill) y Ellie Sattler (Laura Dern) a escena funcionó como parte de una película para olvidar que además desgasta lo de por sí dudosamente verosímil de la relación entre los dinosaurios y el ser humano. Sobre la tercera entrega pesaron las ausencias, entre otros, de Spielberg -que sin embargo nunca se opuso públicamente a la entrega y de hecho dio su beneplácito a Joe Johnston para pisotear su trabajo- y John Williams. Es además una producción vaga (media hora menos de cinta que en las dos anteriores) en absoluto épica y en la que el discurso animalista, tan potente hasta entonces, flojea miserablemente a pesar del intento vano y naíf de uno de los protagonistas de poner en cuestión la rentabilidad de apropiarse de bienes naturales. «Así es como se juega a ser Dios», es el leve recuerdo que Alan Grant guarda de John Hammond momentos antes de que el grupo sea víctima de una emboscada de velocirraptores en el complejo en el que InGen -la empresa matriz, luego sublevada en enemiga real de su propio proyecto- criaba los dinosaurios.
Los dinosaurios durmieron hasta 2015. Durante 14 años, el referente en la industria y los sueños de niños que cumplían los treinta siendo los personajes de la original, con favoritismos repartidos. A Alan Grant lo había quemado la aparición en la infumable tercera versión, pero el recuerdo de los John Hammond o Ian Malcolm latía con fuerza: tanto, que para encarrilar el universo Jurassic World, Colin Trevorrow primero y J.A. Bayona después han acudido a ellos para expresar grandezas y reticencias del cosmos. Los tibios resultados en taquilla -y mercado- de The Lost World y Jurassic Park III provocaron que Jurassic World se ideara como una secuela casi directa de la primera película, retomando el ideal de un parque temático que, ahora sí, funciona. Su nuevo dueño es discípulo directo de un John Hammond metarreferenciado, un multimillonario con principios que sí parece querer respetar el orden natural en un mundo donde de pronto las apariencias son un valor y la bioética, un activo poderoso -no necesariamente compartido- en el briefing corporativo. En consecuencia, oprimido el miedo a perecer y confiado en su capacidad e ideal, Simon Masrani (Irrfan Khan) toma los mandos del desastre en Jurassic World, considerándose gigante frente a lo creado y humildemente rebajado a cenizas ante la evidencia. No es la ambición lo que acaba con él, sino un exceso de confianza, ramalazo soberbio, en el que reposan las enseñanzas de millones de entrenadores emocionales actuales.
Jurassic World aprovecha el lapso sin dinosaurios ni alternativas fiables de década y media de ausencia y bate récords en taquilla: devuelve a los héroes a escena, compone la destrucción, alecciona y sugiere un orden superior. Owen Grady (Chris Pratt) y Claire Dealing (Bryce Dallas Howard) son protagonistas de identificación inmediata y patrones obvios, respetuosos también con la sensibilidad animal: una jugada maestra de camino a recuperar la credibilidad de una franquicia de carácter lúdico y corazón ecologista. Tal es el efectismo de su obra que también el merchandising hace números: vuelven los juguetes, las camisetas, la dinomanía de principios de los 90 que cautivó a una generación. Todo encajado en ese vórtice de nostalgia que ahora condiciona la industria y que tan bien se paga entre los jóvenes de hoy, entregados a lo vintage y viciados a las batallitas, los recreativos, lo kitsch como salvación y la cultura de lo extraordinariamente efímero. Como homenaje a la primera película hay detalles entre líneas y sobre todo la alusión a una patulea de bellacos cuyos planes pasan de nuevo por reventar las posibilidades económicas -militares, prometen- de los dinosaurios no como descubrimiento, sino como instrumento: «Los hemos creado nosotros. Nos pertenecen».
Donde es más potente y reveladora la batalla perdida con la humildad es en la última entrega, Jurassic World: Fallen Kingdom, en la que el discurso animalista toma una altura concreta. J.A. Bayona, dueño de la quinta película, trabaja ese reverso a conciencia e insiste en el mensaje y la intención. «Estaban aquí antes que nosotros, y si no tenemos cuidado estarán también después», revela sentencioso un Ian Malcolm maduro. Claire Dealing activa incluso un grupo de protección de dinosaurios y el plan es básicamente sacar a los animales de una isla, la isla, cuya desaparición es inminente. La experimentación, el aterrizaje de los dinosaurios -o monstruos- híbridos y el carácter indomable y no negociable de bestias diseñadas por fuera pero no por dentro obliga a echar la vista atrás hasta 1993, donde empezó todo, donde Spielberg jugó con la modificación genética y la sola idea de poder para recordar al hombre los límites que no debe sobrepasar. La extinción como posibilidad, no como fortaleza, de cara a una especie, la nuestra, habituada a la autodestrucción en nombre del hedonismo sobreentendido. La fuerza de un sueño prehistórico a través del cual todavía se puede educar, mientras la taquilla y el público así lo decidan, en lo presuntamente bello -y frágil- del hombre como creador de vida en un viaje de ida.