«¿No tenemos derecho a preguntaros, oh rey, adónde ha ido a parar todo el dinero? No os molestéis en responder: todos sabemos cuántos sobornos y comisiones han acabado en vuestros bolsillos». El extracto pertenece al último y furioso fax que Osama bin Laden envió, en agosto de 1995, a Fahd bin Abdelaziz, esto es, el rey Fahd, que ocupó el trono de la Casa Real saudí durante 23 años (aunque los diez últimos no en plenitud de facultades, tras sufrir un infarto). Hacía algo más de un año que el rey Fahd había revocado la ciudadanía de Bin Laden (marzo de 1994), impulsado por el frenesí con el que el revoltoso cofundador de Al Qaeda se desenvolvía en países vecinos, arengando revoluciones y reclutando gente para su organización, lo que evidentemente inquietaba a sus respectivos presidentes, el yemení, Ali Abdullah Saleh, a la cabeza. Hasta dos veces en un mes viajó Abdullah Saleh a Arabia Saudí para pedir al rey Fahd que metiera en cintura a Bin Laden, cada vez más enérgico en su cruzada contra el sistema y los representantes que él consideraba indignos del islamismo.
En esta comunicación, en la que Bin Laden acusaba al rey Fahd de ser «un infiel» (por tanto, alguien a combatir por la Yihad), de oprimir al pueblo o de «insultar a la dignidad de la nación», también daba con la clave máxima y profunda del trasfondo: el «desfalco de riqueza y recursos» que la Casa Real saudí protagonizó durante esa primera década que conoció Bin Laden. El rey, famoso por sus juergas y borracheras, poseía entre otros bienes un yate de 57 metros de eslora de 100 millones de dólares y un jet privado de 150; su hijo, bien instruido, aceptó durante toda su vida una cifra cercana a los 1.000 millones de dólares en sobornos, los cuales dilapidó: y entre todos estos dispendios, sin tener aparentemente nada que ver, aparece el fuerte desembolso que el rey Fahd a título personal (que pidió en la década de los 80 numerosos préstamos a los bancos que nunca devolvió) invirtió en llevar el fútbol de más alto nivel a Arabia Saudí, entre 1992 y el mismo año 1995.
Nos encontramos en el génesis de la Copa Confederaciones, ese torneo de verano que con distintos niveles de atención seguimos cada cuatro años. En un país donde el balompié como tal estaba aún por desarrollar (el propio Bin Laden, cuenta Lawrence Wright en La torre elevada, ganadora del Pulitzer en 2007, era un tuercebotas de cuidado), daba la casualidad de que el rey Fahd idolatraba a Diego Armando Maradona, quien inventó el fútbol en el 86, cuando el saudí llevaba cuatro años en el trono.
Bin Laden, según cuenta Lawrence Wright, era un tuercebotas de cuidado
Con el inocente deseo de llevarle a su país y transmitirle su devoción, sufragó desde el primer al último dólar la que hoy día es considerada la primera Copa Confederaciones, que por aquel entonces se llamó Copa Rey Fahd, y que la FIFA se negó a adoptar como propia en un principio, tomándola como un torneo amistoso más, y en la que por supuesto tomaría parte Argentina como campeona de la anterior Copa América. Cuál no sería la tristeza de Fahd cuando se le comunicó, ya con la maquinaria en marcha, que Maradona no podría disputarla, tras cumplir los 15 meses de sanción por un positivo por cocaína que le fueron impuestos en 1991.
Bin Laden, arruinado en aquella época por confinar sus empresas en países pobres como Sudán, donde la inflación subió al 150%, y traicionado por algunos de sus hombres de confianza (como Yamal Al-Fadl, quien directamente le robó 110.000 dólares cuando se negó a subirle el sueldo y huyó a EE UU, para, en 1996, convertirse en testigo del gobierno a cambio de un millón), receló en todo momento del acercamiento que el Fahd hizo, a través de la política pero también del fútbol (pues Estados Unidos disputó aquel campeonato, donde por cierto, cayó por 3-0 ante la propia Arabia Saudí), extremó en aquella época su rechazo hacia el rey.
La Casa Real llegó a ofrecerle 553 millones si renunciaba a la Yihad, pero se negó. Nunca se sentiría culpable, pero en cierto modo él mismo inspiró, con sus visitas revolucionarias contra Sadam Husein, que Iraq rompiera el pacto de no agresión con Arabia Saudí e invadiera Kuwait, amenazando de paso al propio país, por quien los estadounidenses enviaron sus tropas. Tropas que durante años sujetaron la zona oriental, y por quienes Bin Laden acusó a Fahd de vender al pueblo y convertirlo en «una colonia de Estados Unidos». Con Osama fuera (tenía 37 años cuando le fue revocada la ciudadanía), el fútbol siguió, absolutamente ajeno a la política.
Maradona, principal razón del rey Fahd para idear la Copa Confederaciones, no pudo jugarla por dar positivo en cocaína
La siguiente edición de la Copa Rey Fahd aumentó equipos, y contó por primera vez con la presencia de un combinado europeo, la Dinamarca de los hermanos Laudrup, que llegaba como campeona de Europa y, además, también se terminaría proclamando vencedora de la edición de 1995, disputada en enero -meses antes del furibundo fax de Bin Laden en la distancia-. Luis García, mexicano que había pasado por el Atlético y en aquellas fechas era jugador de la Real Sociedad, acabó como máximo goleador del torneo con tres goles. Sin embargo, el delicado estado de salud del rey Fahd tras el infarto, así como el nulo interés de su sucesor por el fútbol y la pobre imagen balompédica que Arabia Saudí había dado en la última edición, promovieron que la FIFA, sin negociar derechos con nadie, se apropiara del torneo, identificando nicho de mercado, y comenzara a explotarlo ya comercialmente y con el sello desde 1997, edición que, por pura deferencia y ya sin apenas injerencias políticas más allá de las contextuales -recibimiento, alegrías, viandas, comilonas-, también repitió con el país árabe como sede.
A partir de ahí, evolucionó el torneo que hoy conocemos: un puro capricho de un rey que admiraba a Maradona y que por darse a placeres como ese, lidió enérgicamente con Bin Laden hasta el punto de terminar echándole del país, poniendo incluso a su propia familia en su contra.