Plantear lo maravilloso a estas alturas es contracultural y denota un clasismo circular abono de hostil progreso. Por eso Babylon es el vodevil imaginado, una miniatura épica a ratos que deslumbra y sustrae del debate cualquier imposición lógica. Por eso no ha rentado nada de lo meramente estimado en taquilla, y por eso Damien Chazelle va a lograr perpetuarse en el edén de los pretenciosos, esa explanada arcadiana de onanismo creativo y derrochón con el que parece que Hollywood sigue peleado, más allá de su dicotomía contemporánea entre blockbusters y montañas rusas de CGI y petardos y petardas de acción por la acción.
En realidad Chazelle no está descubriendo nada cuando fotografía la industria muda maquillada con el más rico muestrario de droga exhibido nunca antes en el cine, sus virtudes escatológicas, una coreografía mareante de danzas paganas, ritos de autodestrucción y protagonistas inmersos en contradicciones. Ese primer vistazo a la dicotomía entre lo que fue y lo que es el cine va mucho más allá de esa naíf interpretación sobre la intención del director -y guionista- de surcar los códigos actuales con aquellos nostálgicos. En realidad, está visualizando el futuro, como sugiere ese final apoteósico de carrete a todo gas y fotogramas enredados en una lágrima en blanco y negro.
Lo que sí es obvio es que Babylon es una megaproducción, del tipo de las que ya no se financian, no gustan y sobre todo no recaudan. Esa profecía autocumplida que evoca el ruinoso negocio del buen gusto, aquí denodado y estrechamente vinculado a la degradación, es de una actualidad absorbente. La desviación del debate hacia el mero subjetivismo en los prescriptores y la nula capacidad de crítica de un sector ampliamente amateurizado, consecuencia directa de esta pérdida de identidad monolítica, sólo fomentan que maravillas como Babylon, atascada en tres actos tragicómicos y resuelta con una profundidad y un corte intimista ardoroso -rasgo lalalandesco-, sean disueltos en banales discusiones de un centímetro de profundidad sobre gustos y disgustos.
Y eso es también la vida. Chazelle nos la ha vuelto a jugar.