Con 15 años, Usain Bolt ya levantaba su actual metro noventa y cinco del suelo. Su crecimiento quedó aparcado para dejar espacio a su talento, pero ya destacaba sobradamente en las pruebas que a posteriori, delante de las cámaras y del mundo que corearía su nombre, le harían leyenda. A la misma edad, Michael Phelps -que es un año mayor- quedó quinto en la final de 200 metros mariposa de los Juegos Olímpicos de Sydney. Unos meses después rompió el récord en esta misma prueba, sin haber cumplido los dieciséis, batiendo una significativa marca de precocidad. Ambos podrían haberse quedado en 2001 y hoy el deporte se tendría por un lugar común mucho más cetrino, impropio, ajeno a la narrativa y su variante conveniencia. Sin embargo, continuaron ensanchando hasta imprimir con su sangre un 2016 en el que destacaron juntos antes de relevarse en sus respectivos retiros: el nadador lo hizo oficial después de Río, aunque las lágrimas al ganar su vigésimo tercer oro olímpico en el 4×100 ya aventuraran tragedia resuelta. Bolt fue después, apegado a su estudiada y espléndida iconografía, retándose para el Mundial de Atletismo de 2017 en Londres, antes de, en sus propias palabras, terminar «avergonzándose a sí mismo».
El prodigio de las 12.000 calorías diarias y Míster 9,58 son dos de los omnipresentes titanes ejemplares que el hombre haría bien en detenerse y admirar unos instantes. Cada cual, violentamente arrollador en lo suyo, ha dejado sentir su ausencia y engrandecido también a compañeros y hasta rivales. También se han lucrado en el fastuoso negocio de la vanidad y los excesos, porque como dioses arrancados al borde del abismo, pudieron malinterpretar las señales de su omnipotencia. Phelps, sancionado y apartado en algunas ocasiones por sus problemas con el alcohol, las drogas y la justicia, se sometió a siete controles anti-dopaje durante Pekín 2008, que eran técnicamente sus terceros Juegos. La mortaja de Bolt no trasciende tanto lo ublicuo y se queda, por contra, más en tierra: lesiones inoportunas y un carácter especial, televisivo, le hicieron trinar entre 2010 y 2011, cuando a una derrota en los 100 metros de Suecia en la Diamond League le sucedió una ridícula eliminación en su misma prueba fetiche en Daegu después de que todas las televisiones se detuvieran en su recital de mimos, muecas y gestos.
Su supremacía es exorbitada. Intentar abarcar lo que han supuesto al mundo aboca al vértigo, aunque no siempre hayan contado con el beneplácito de la prensa de masas en la difusión de sus incontables proezas. Esta es otra virtud sonada de quienes no se necesitan más que a sí mismos para ser los mejores. Bolt firmó en Río su magnífico triple-triple: pleno en las pruebas de 100, 200 y 4×100 metros. Nueve oros de nueve desde Pekín. Dejó para la posteridad una preciosa foto (de Reuters) en la que parece que sonríe a los que deja atrás, que ilustra esta semblanza: porque Bolt es altanero y feliz. No escapa a los mentideros caducos que incluso se ha permitido el lujo de colgarse medallas atravesando la línea de meta al trote, como acostumbrando a sus pies de nuevo a tierra firma tras unos segundos de vuelo. Dos metros de atleta sonriente que quemaba las curvas y fundía las líneas de las calles, que levantaba al público y que somete a los países menos agraciados con la tecnología a las repeticiones en bucle. Medido en una ocasión a 44,72 kilómetros por hora, lo extraño es que un día no se incendiara a la cabeza de los mortales que le perseguían.
Phelps dejó Brasil arrimado a una sombra que le ayudaba a contar con los dedos de las manos y los pies los metales totales desde Atenas, que son 28 (23 de ellos, oros). Definido por el que fuera su entrenador como un «lobo solitario», se supo que tras sus lágrimas y sus retiros había una persona: enamorada, casada y padre. Todo esto le fue secundario durante el amasado de su portento. Por suerte su ciclópeo físico puede permitirse aguantar el peso de cada una de las medallas anudadas a su cuello, fantasía que por cierto ha cumplido Sports Illustrated. El tiburón se arrogó también unas cuantas marcas personales (29) y totales (39) que dejaron al hipercampeón Mark Spitz a la altura de un alevín apenas familiarizado con el bañador. Antes de reservarse para los prólogos y las páginas interiores de los libros de autoayuda, Phelps apoyó el mundo sobre sus hombros y en lugar de devolverle la jugarreta a Atlas cuando salió del jardín, le dio las gracias, una propina, y lo invitó a desayunar veinte huevos y doce sándwiches.