Septiembre de 1999. Meto en la disquetera de la vieja torre de mi padre un disco de tres y medio con un post-it pegado con celo y un nombre escrito en él: Monkey Island. El ritual, al llegar a casa durante los siguientes dos meses, será siempre el mismo. Tiro la mochila en cualquier lado, cojo un par de rebanadas de pan de molde y una onza de chocolate, y me siento frente al ordenador durante horas. Soy absorbido por el esotérico triunfo del absurdo. Enfrascado en una retahíla de chistes malos y una historia que haría las delicias de un David Lynch puestísimo de setas.
Una de las muchas peculiaridades de la obra de Ron Gilbert es que el protagonista, Guybrush Treepwood, no puede morir. Da igual contra qué fantasma, marinero o sindicalista atiborrado de gambones se enfrente, jamás le pasará nada. Eso último era broma. No hay sindicalistas en Monkey Island. Aunque la figura de los obesos piratas ebrios de Grog podría ajustárseles. En fin, que al protagonista no puedes matarlo. Es tan descarada la cosa que, en un momento dado, el personaje cae por un precipicio y vuelve rebotado por un árbol de goma colocado estratégicamente en el fondo del acantilado.
Si el panadero de la esquina sigue dejando que le llamen imbécil a la cara sin coger el rodillo e irse a Ferraz a romper un par de cristales, que nadie se asuste
En España, el papel de árbol de goma corre a cargo de todo el conglomerado mediático de izquierdas en franca alianza con el PSOE. No importa la ignominia, da igual la afrenta contra la dignidad del país. Allá que irán raudos y prestos a tapar los agujeros. ¿Con relato? El que haga falta. ¿Bulos, mentiras…? ¡Claro! Total, la derecha política no será un estorbo, pues está convencida de que la defensa de la ciudadanía le corresponde a ella misma.
No es mera propaganda. Es retorcer la realidad hasta crear una propia. Todo es falso. Todo está destinado a distorsionar la percepción del ciudadano ante lo que tiene delante. El Gobierno decide qué es real y qué no. Porque sabe que confrontar problemas es mucho mas fácil cuando solo existen si a ti te interesa que existan. No importa cuán grave sea la disyuntiva que asola nuestra piel de toro por decimoséptima vez este mes. Sánchez unirá a su cohorte de aduladores y, al grito de «¡lamebotas, uníos!», como un Capitán América trucho, las hordas mediáticas, fácticas y alopécicas, entonarán alabanzas al líder, a la manera de bardos afónicos de tanto tragar y tan poco recibir.
Solo el tiempo dictaminará si la fuerza de mil cantores, alabando a un líder ungido por su propia majestad, es suficiente para mantenerlo en el poder. Si el panadero de la esquina sigue dejando que le llamen imbécil a la cara, sin un día cogerse el rodillo e irse a Ferraz a romper un par de cristales, que nadie se asuste. Un servidor no se atreve a predecir el futuro. Pero que tenga claro, su ilustrísima sanchidad, que llegará el día en que los árboles de goma se cansen de que les reboten encima. Y si los árboles no se cansan, lo haremos nosotros.
