A los plumillas novatos suele sorprenderles el desdén con que muchos veteranos pisan la sala de prensa de Valdebebas un día antes de cada partido del Real Madrid. No es el avispero que soñaban, como una turbulenta redacción vibrante y frenética, inflamada de actualidad y carreras por exclusivas. Al contrario, la contempla el trámite, la cadencia oficinista. Es más bien una moderna recepción gris con inhibidores y propaganda visual en bucle en cada pantalla, como en un montaje distópico: y al final de la charla se abre una puerta a un edén de visibilidad, el que edifican los minutos que el club permite grabar y fotografiar a los extraños. Periodistas de raza llevan preparadas las preguntas con semanas de antelación. Siempre las mismas o parecidas, hábilmente maquilladas, fuera de toda capacidad de respuesta. Lo mismo da si un compañero ha formulado la misma, sin suerte, justo antes. El viejo periodismo todavía rinde una campanuda cortesía a la insistencia de mandato vertical, aunque no pase nada. O especialmente cuando no pasa nada. Después se remangan para cotejar nimiedades después de haber tenido enfrente, para cualquier razón, al dirigente contextual del equipo alfa del deporte mundial. Miran de reojo a los nuevos, tejiendo una archiconocida y salaz endogamia, casi erótica pero de un erotismo remoto, adusto y culpable: recto y predecible. La rueda de prensa es la excusa para poner en orden fábulas y comparar versiones de leyendas condicionadas por anónimos o superiores, considerando que los anónimos son el principal y primer superior de su tipo de periodismo. Esta laxitud profesional, muy exigida ahora que cada imbecilidad es una noticia, ardió bajo la incandescencia, arropada excepcionalmente por la cúpula, de Mourinho. Benítez, ungido por la ciencia, soñó un trato cercano que el establishment no correspondió por falta de tiempo. Llegó Zidane, que al principio se reía sin cobrar peaje ni sublevarse concienzudamente. El francés lo respondía todo aunque se repitiera, capeó muy inteligentemente lo mediocre y acabó por iluminar a muchos de los que no esperaban nada de él y que saltaron pronto del escepticismo al respeto, aunque guiados por la circunstancia y los cardenales de las religiones accidentales. Lopetegui era el trago que el madridismo tenía que pasar para purgar las sonadas y tangibles amenazas de estabilidad. ¿Y Solari? Santiago Solari sonríe muy parecido a Zidane. Ya ha sido todos los Solari que ha podido en sus primeros cuatro partidos, seis horas de fútbol en tres competiciones distintas que abrió con una cómoda alusión a la testosterona y que ya va enfocando hacia una forma de técnico humano. Ha dirigido al club todos los gestos que negó, probablemente por excesiva y ejemplar autoconfianza, su antecesor. El conformista periodismo de cigarrito y paseo de vuelta al parking echa cuentas a lo que querrían titular como improvisación de alto rango. Desde la sala de prensa, aunque merezca la distancia y el respeto que ameritan su palmarés, también empezó a ganar Zidane, cuando quienes dudaban se cacareaban de las fobias de entrenadores que sueñan con ser comentaristas y vagos de alto standing con acusado pedigrí de intrascendencia.