El concienzudo desfile de lugares comunes del duelo en el adiós de al Real Madrid visualiza sobre todo lo innecesario en el adiós: el no somos nadie, o el nadie es imprescindible, que son los recursos de velatorio convertidos ya casi en gag por su reiteración como formas exageradas hasta lo grotesco. Hay profesionales de la comunicación que esta semana han sellado su cartilla con perogrulladas del tipo el Real Madrid pierde cuarenta goles por temporada y a ver cuántos marca él en Italia. Aficionados madridistas que, maleados por el adiós ahora sí definitivo pero tantas veces amagado, van a rezongar en la etapa de la ira sin retorno, como dejados en un limbo ideológico, agobiados por la dificultad extrema de aceptar lo inevitable y común del fútbol contemporáneo, que es el trasiego de nombres. Rivales que respiran, y que en el adiós son tibios como lo son en el pésame los irreconciliables circunstanciales del fallecido: era duro, el cabrón. Luego hay antagonistas que cotejan el odio con una extraña satisfacción, siempre temporal pero ante todo descriptiva, sobre el dolor. A cualquier agente del este deporte, en proporción variable según su proximidad, lo ha atravesado desde 2009 una violenta sacudida allende lo deportivo, que ha sido probado y excesivo.
Cristiano Ronaldo ha dado goles, asistencias y títulos al Real Madrid. Quizá el más importante fuera la Copa del Rey de 2011 ganada al elegíaco Barcelona de Guardiola al que la prórroga en Mestalla cogió masturbándose con la admiración del planeta. Nadie esperaba que esa, y la posterior liga de 2012 precisamente rematada en el Camp Nou terminaran acelerando el final de la etapa culé más reverenciada. Sobre lo numérico y lo evidente, Cristiano ha sido fundamentalmente eso: la frustración. El amenazante recuerdo de vulnerabilidad a sus oponentes, cualquiera que fuera su altura. No en vano, Sevilla, Atlético y el propio Barcelona están entre los cinco equipos a los que más goles ha marcado en su carrera. También ha encarnado la siempre amarga frustración propia, un selectivo espejo al que asomarse en la era de debilidad y hipersensibilidades: contadas concesiones al enemigo pero sobre todo a uno mismo, disciplina, autoconsciencia marcial. Una condición oportuna de su imagen, probablemente la más irritante de todas las que configuran su hoja de carácter, es la ambición personal, siempre y como poco a la altura de la colectiva. Y el sombrío reverso que los oponentes alumbraban a cambio: qué ejemplo tan poco práctico para los niños. Hasta que los niños que lo imitaban empezaron a ganar.
Por descontado que no veremos muchos jugadores -deportistas, si se prefiere- del tipo de Cristiano Ronaldo de aquí a que nos entierren. Sólo hay que asomarse a la reacción del planeta. Cuatro , todas con cumplida y puntual protagonismo, en menos de una década. También es transparente el desasosiego que en Madrid sigue a la pérdida de un líder constante y superlativo, no de rebajas, con el que se podía contar siempre. Lo más parecido a un personaje de ficción, que es decir mucho en un deporte de variedades, multiplicidad de propuestas y atención descontrolada. Plantear su desaparición como una amenaza al ecosistema del club tiene sentido en la medida en que no sólo hay que buscar a quien lo releve, sino a quien pueda llegar a enfriar su pérdida, lo cual llevará tiempo si no en lo emocional, al menos sí en lo deportivo. Aunque una ventaja que el fútbol sirve al hombre -y la mujer- es que lo deportivo y lo emocional son dos dimensiones diferentes en las que se puede vivir a la vez y con independencia de las catástrofes que acosen al otro lado. Estamos capacitados para olvidar tanto como lo estamos, a la vista está, para dudar. La duda es la cartilla del escéptico. Así, en lo deportivo uno puede mirar frío al mercado e imaginar sustitutos, y en lo emocional ajustar la soga para colgarse del nogal más cercano. La vida sigue, claro: ¿pero cómo?