Una vez terminada la calle Ferrer del Río en la que rivalizaron hasta comienzos de febrero y frente a frente, a lados antagónicos de la carretera, los últimos adornos de Navidad en comercios enfrentados, salté al tren –no en marcha, conste- entre el mundo y sus suburbios y me hice amigo de un asiento vacío, la dicha de oro de la hora punta, el maná de la fotosíntesis obrera, junto a una aparentemente atareada ejecutiva en pantalón y tacones que pasaba implacable una pantalla tras otra de un juego en el móvil. Anclada al ocio y una vez superado el trago del capitalismo, el que nos paga las copas y las cenas, perdió la mirada entre dos estaciones sin cobertura y observé en el reflejo de la ventana que daba un respingo, asustada, por lo que parecía un error fatal imperdonable durante su jornada: enseguida guardó el móvil, rebuscó velozmente con dos manos finas que parecían seis entre los recovecos mágicos que guardan los bolsos de las mujeres y sacó una agenda, vamos a pensar que del año en curso, que abrió muy azorada hasta dar con el día que no había terminado. Se afanó un bolígrafo y escribió, con letra redonda muy femenina, todo lo rápido que le dio el procesador de su córtex y lo bien que le permitió el traqueteo del Cercanías, una sentencia de muerte en su planning: “Comprar cuchillos de sierra en el Carrefour”. Tras ese punto, como sintiéndose culpable y sobre todo observada, añadió: “Para el trabajo”. No sé a qué se dedican los poetas contemporáneos, pero desde luego escudriñan poco en el día a día de la gente normal.