Reconforta, en acepción meramente contemplativa, comprobar cómo el fútbol sigue en forma como catalizador de discursos a conveniencia, hipocresías puras e innegociables batidas de indignidad, a pesar de -o gracias a- que por el camino la pasión llegue a ese colapso nervioso que acaba derivando en lo indeseable. Lo indeseable, según el tiempo, se presenta a diferentes alturas y en la mayoría de los casos es puramente subjetivo el atribuirle eficacia o no. Cuando cruza la última frontera y es despreciable a cualquier par de ojos, lo indeseable no encuentra justificación. O no debería. La esperpéntica remontada en Champions del Barcelona ante el PSG de Emery resolvió, a través de todos sus condicionantes y partes visibles, monstruos habituales como el detractor rabioso o el afín comprado con el discurso único de su ideológico silencio: pero al mismo tiempo, durante la retirada de escombros, fue casi unánime una sana y creíble reivindicación de la verdad dirigida a todos quienes prefieren vender al público una historia deportiva donde también hubo una historia del otro tipo. La animadversión de los canallas a la verdad es diáfana, de ahí que la repelan tan enérgicamente que muchas veces no les quede otra que caer en la desconsideración trastornada de sus iguales. El peso notorio y específico que Deniz Aytekin, árbitro del partido, tuvo en el resultado final de la hombrada de plástico, es sólo comparable a la relevancia del increíble plan de Unai Emery, que fue quien compró la soga.
Por increíble que parezca, ambas versiones son compatibles y en este caso complementarias, pero enfatizar en una de ellas desde los medios -y obviar la otra- no es más que una decisión editorial, y se le ha de dar en consecuencia el peso que le corresponde. El Barcelona no habría remontado el 4-0 de la ida sin Deniz Aytekin, pero en comparación es mucho más vendible un capítulo de superhéroes que otro de errores humanos, salvo que se encontrara -que no pasará- un móvil que diera a este crimen otra dimensión. La narrativa deportiva se obceca en radiografiar a los deportistas como si a su alrededor no existiera nada que los implicara o restringiera. Tenemos a los ganadores por gente imbatible y multimillonaria que sólo tiene que apretar un botón, los despojamos de toda humanidad y únicamente cuando damos con esas rarezas arruinadas y en vísperas de la muerte se nos ocurre hablar de corrupción y otros encantos colindantes. Pero el fútbol, que es lo que nos ocupa, está sucísimo, solo que a veces se nota más, y otras menos. Aquí los medios juegan el papel fundamental. Es admirable el esfuerzo de muchos por hablar sólo del juego obviando si llueve, truena o te regalan dos penaltis, pero no es más ejemplar que lo sería, por ejemplo, vestir un atentado de accidente o un asesinato de muerte corriente. A las cosas hay que darles nombre por el bien de todos, para que el día que nos las encontremos podamos registrarlas en el cuaderno de campo. Y también para estar prevenidos.
Igual se hace injusto, y peligroso, apartar del relato algo tan relevante en él como un árbitro que desnivela tan abiertamente un partido y toda una eliminatoria de Champions League, torneo considerado el más venerable a nivel de clubes. Según el tono, además, puede ser juzgado limpiamente como propaganda, un apelativo feo con el que el periodismo cada vez se encuentra más cómodo. Paga nóminas. Pero se puede: Emery salió al Camp Nou a defender resultado ante algunos de los mejores del mundo, que además se encuentran escalando un pico de ilusión tras el veleidoso anuncio de salida de su entrenador. Fue un equipo irreconocible con planteamiento de rival muy inferior, y la falta de tacto con la pelota en la primera parte por poco no los manda a la lona sin necesidad de pillaje corporativo. Se puede pesar la noche del PSG tomando el camino de las estadísticas y esconder tras ellas la portentosa vergüenza que Emery hizo pasar a los suyos, quienes todavía lograron hacer un gol ampliando la necesidad española. A ideas cobardes les deberían corresponder siempre, como en este caso, desenlaces moralizantes. Es inevitable no sentir un mínimo imperceptible de alegría desde ese prisma: pero pese a todo, Emery triunfaba hasta que Aytekin, que había dejado detalles, entró en acción. Para biopsiar la insinuante proeza de Luis Enrique puedes ir a los penaltis o a la posesión, pero el destino no varía: normalizar la atribución de resultados a los árbitros aplacará sonadas y razonables críticas y además contribuiría notablemente al objetivo genuino: hablar de fútbol.