A los periodistas no nos soporta, por costumbre, ni quien más nos necesita. «Somos los intermediarios más a tiro», sabe Pepa Bueno. En el ejercicio de esta profesión, oficio dicen algunos, hay quien se despeña por su barbilla, «egos hipertróficos y gente que nunca se equivoca», Esther Vera dixit. Por eso y por muchas más cuestiones más hondas el periodismo se tiene por obstáculo justo en la época en la que el mundo busca más respuestas, no a lo que desconoce, sino a lo que no puede explicarse. La tibieza periodística de Occidente cada día ejecuta su método científico con más escrúpulo y reparo, pero no para con el esquema, sino para con los resultados. No es, en definitiva, un debate sobre calidad sino sobre tiempo. Nacho Carretero suelta en ‘Cada mesa, un Vietnam’ (Jot Down Books, 2017) una de esas verdades locales sin eco en el universo: «Quince días para un reportaje es considerado una locura para la mayoría de los medios en España». Esto afecta, claro, al producto dispuesto sobre la mesa del comensal que se proyecta exigente y especial: «Cada sociedad tiene los medios y el periodismo que quiere leer», como explica Jordi Pérez Colomé, autor de uno de los mejores reportajes de la última década sobre la Cataluña nacionalista. Bien, el libro recoge estos y otros lamentos de altura, prepara el coporativismo para el coito con el decepcionado, y como preludia Enric González, pertenece «al género apocalíptico» que últimamente abarca todas las obras escritas en relación con el cuarto poder. Pero en sus páginas hay más además del tradicional sesgo de heroicidad: también algunas lecciones valiosas, y un puñado de testimonios de calidad. Sólo por los textos de Manu Brabo o Javier Espinosa ya compensa el gesto de someterse a su heterogénera literatura.
«Esto es darse de hostias contra un muro hasta que lo derribas: esto es precaridad, impotencia y frustración»
La desafección académica que persigue al periodismo español desde hace ya un tiempo previene el éxito precisamente de los textos más teóricos de la recopilación, aunque pegan más fuerte las letras escritas desde el infierno. En esta segunda categoría: «El periodismo necesita transmitir el peso de la aniquilación», según Leila Guerriero. Un debate a cuyo recurso se va demasiado a menudo, y es algo terrible, últimamente. También: «Escribir es tener la ambición desmesurada y mesiánica de contar lo que sea como si nunca nadie lo hubiera contado antes». No confundir esta apelación con el repaso al egocentrismo pormenorizado denunciado anteriormente; el periodista hace, sobre todo, equilibrios entre su necesidad, la de su medio y la del lector. A menudo, entre las tres, siempre se sacrifica una como mínimo; hay veces, incluso, que la producción no satisface ninguna. Es tal el caso de los periodistas amigos, los periodistas bufón, los periodistas ricos, en definitiva, que tienen la suerte de vivir de esto. Porque esto, lo recuerda Manu Brabo por si a los jóvenes se les pasa, «es darse de hostias contra un muro hasta que lo derribas: esto es precariedad, impotencia y frustración». Y por si hubiera quien aún le encontrara cierta erótica a la sangre, el epílogo de Javier Espinosa y Mónica Gª Prieto: «Buscar la fama o la admiración supone un insulto para las víctimas de cuya tragedia documentamos (…) Las víctimas no necesitan periodistas muertos, ya tienen suficiente con poner los suyos». Ya hemos dejado claro que el periodismo es decadencia, hasta precariedad en el cuarto de uno: los lobos solitarios del oficio sólo salen a flote entre amigos y grupos cerrados. Esto contamina también el menú: «Es una pena que la famosa objetividad sea imposible», desafía Martín Caparrós, y probablemente Arcadi Espada concordaría con él en lo muy básico, pues «la decadencia del periodismo es un ejemplo más de la decadencia de la autoridad».
RELACIONADO: CONTRA EL CINISMO
Digamos que existe la luz, o que puede hacerse. Y que ciega. Digamos que los maestros del periodismo que lo ejercen y pagan holgados las facturas con él también lo aprecian. Hay casos. Es algo milagroso: «Sólo he encontrado algo mejor que ser periodista: ser periodista deportivo», deja escrito José Sámano, que sin embargo reconoce que «al plumilla deportivo nunca le ha sido fácil sacudirse su condición de telonero». Lo del periodismo deportivo tiene difícil y cruel arreglo. Hay que arrinconarlo y dejarlo morir en silencio, que no moleste mucho, y luego hacer como si nada. Unirnos en luto y dispersarnos cuando sus payasos se caigan de las páginas. Probablemente no los echaríamos en falta. La especialización es una cumplida estratagema: «El periodismo económico es acercar el ojo a los agujeros y ver qué se esconde detrás: casi siempre se trata de traducir», como dice Claudi Pérez. Tampoco los estadistas incorporados al timeline periodístico sufren lo necesario ese peso de la emergencia: «Los intérpretes de las encuestas no hicimos bien una parte de nuestro trabajo: transmitir con suficiente fuerza la idea de incertidumbre», firman Jorge Galindo y Kiko Llaneras. Luego hay quien se reconoce en el espejo y al menos lo asume con cumplida y célebre normalidad: «Al crítico le conviene asumir, hasta cierto punto, su condición de publicista», como razona Ignacio Echevarría. Podríamos hacerlo peor y pasar a confundir medios y objetivos. También hay tanto del periodismo actual en eso: la hiperbolización anecdótica, la apuesta por lo banal, el truco y el método. «Sin desastre, la mayoría de la población no puede -no debe- ser noticia», terciaba Martín Caparrós, pero los demás miraban el dedo.
«Nunca entendí que alguien pueda quejarse de que le paguen 35€ por pieza y tres años después siga haciéndolas»
Y bueno. Lo sorprendente del periodismo es que, pese a las ausencias y pese a la oscuridad, contra lo escrito y lo añorado, se mantiene a flote como sea. Algo tendrá que ver que quede en pie una generación cuidadosa. Miguel Ángel Bastenier, que en paz descanse, lució maestrazgo pero remata su pasaje con un limpio «el periodismo sigue». Quizá el corolario del libro. Arcadi Espada también aporta su cuál: «La estafa intelectual y política ha de pasar forzosamente por la aduana de la lengua»: y se medirá como anécdota cuando es, el tiempo lo demuestra, un signo inequívoco de distinción. Por eso es tan difícil lograr que el lector medio pase del primer párrafo. Ni los lugares comunes, ni las muletillas ni batir la lucha en el onanismo periodístico acostumbrado suelen resistir la probada paciencia de la audiencia de calidad. Y en la precaridad también tiene mucho que decir lo que se estime cada cual: «Nunca entendí que alguien pueda quejarse de que le paguen 35 euros por pieza y tres años después siga haciéndolas», se sorprende Nacho Carretero. Pues así somos, porque nos tragamos nuestra propia bola y porque fuera hace mucho frío. Con treinta y cinco euros hoy día puedes pagar realmente muy pocas cosas del día a día: quizá una compra semanal modesta, una factura y media y como mucho, alargando la lengua, alguna cena fuera que merezca la pena. Son los mismos treinta y cinco euros por los que te juegas credibilidad, nombre, presente, futuro, admiración, bienestar, sueño y conciencia. En conjunto, compensa: «Ojo con la mierda» -otra vez Jordi Pérez Colomé, referente- «Hay muchos tipos y ha dado de comer a muchos medios en la última década». Tan penosa es la falta democrática, el escaso gusto, el escarceo o el sorpasso al editor como el filoterrorismo, la extorsión intelectual, el miedo y la autocensura. «El periodismo es jazz», puntúa Esther Vera. La metáfora se sostiene. Antes, durante unos años, se rebozaban con la cantinela de la orquesta del Titanic. Aquí se hunde el que quiere. Tras una vida entregada a la letra honrada, habrá quien descubra que sólo tocaba en playback. El periodismo, en las últimas, ni paga traidores ni mata por nadie. Avisados estáis.