El 8 de julio de 1998 Croacia empezó ganando. Al primer minuto de la segunda parte, Suker marcó su típico gol: desmarque al hueco, control orientado y definición dulce, con la parte superior del pie. Con los cordones de la bota, como acompañando el balón. Ya casi nadie define así. Era una cosa muy suya, muy de Suker. Un minuto después, Thuram igualaba la semifinal de la Copa del Mundo. Veinte minutos más tarde, el lateral derecho francés volvió a marcar. Fueron dos goles extraños de un protagonista extraño: Francia alcanzó la final del Mundial por primera vez, en París, sin la ayuda de su mejor futbolista, Zidane, derrotando a una selección que apenas contaba con cuatro años de vida. Han pasado veinte años, un ciclo completo. Una generación. Croacia y Francia volverán a enfrentarse en la Copa del Mundo porque a veces el fútbol otorga una segunda oportunidad y en 2018 la tendrán, de redimir a los patriarcas del fútbol croata, los que en 1998 eran unos niños viéndolo por la tele.
En aquella Croacia del 98 jugaron las semifinales contra Francia Suker, Jarni, Boban, e incluso Prosinecki. Por Francia, el núcleo memorable que dominó el fútbol de selecciones hasta 2002. Arbitró García Aranda, un español que mostró una única tarjeta roja en todo el campeonato: a Blanc, con 2-1 y quedando un cuarto de hora para el final. En aquel equipo francés sólo había dos jugadores con sangre africana: Desailly y Zidane. Pero ya era una Francia mestiza: había antillanos, un armenio, un polinesio y hasta un argentino. El alma criolla de Francia se refleja en su fútbol desde Kopa, nacido Kopaszewski, o Fontaine, oriundo de Marrakech. Hasta Platini es hijo de italianos. 1998 coronó a un equipo que sublimaba la tendencia centrípeta de un país construido durante doscientos años a base de amalgamar identidades dispares y fusionarlas en una reconocible, clara y común. Mbappé, el último de la saga de los grandes nombres del balompié francés, parece hecho ad hoc como culminación genética de esa idea: de padre camerunés y madre argelina, representa el salto evolutivo del fútbol mundial después de que la pelea de los elefantes Cristiano y Messi haya dejado la tierra molida bajo sus patas.
Mbappé nació medio año después de que su seleccionador levantase la Copa en Saint-Denis. Modric tenía todavía doce años, pero ya era un niño de la guerra. Si el espíritu integrador, hospitalario, de estación final de trayecto que tiene la república francesa para todos los desheredados del mundo marca, desde luego visualmente, la naturaleza de su equipo nacional, la última guerra en los Balcanes determina el alma del equipo croata. Del país entero, en realidad. Parido entre los horrorosos estertores de una guerra de aniquilación, es tan ferozmente nacionalista porque su razón original está fundamentada en eso, en la idea excluyente de una comunidad cerrada, etnosimbólicamente pétrea, cohesionada en torno a una unidad de destino. Ocurre en casi toda la Europa del Este que conformó los imperios austrohúngaro y ruso.
Parido entre los horrorosos estertores de una guerra de aniquilación, Croacia es un país ferozmente nacionalista
Luka Modric vivía cerca de la frontera con Bosnia en una aldea que se llama, por supuesto, Modrici. La zona era una tierra donde convivían desde siempre serbios y croatas hasta que en 1991 Croacia proclamó su independencia y Yugoslavia mandó al ejército para aplastarla. El abuelo del pequeño Luka también se llamaba así, Luka Modric. Era pastor y un día salió a los montes en torno a su aldea a hacer lo que hacía siempre, y no volvió. Stipe Modric y su mujer, Jasminka, cogieron volando a Luka y Jasmina y se refugiaron en el Hotel Kolovare de Zadar, junto al Adriático. Allí Luka mataba las horas pegándole pelotazos a una pared, quién sabe si soñando con toreros andaluces flotando sobre la noche de Lisboa.
En el Kolovare de Zadar molestaba a la humanidad hacinada por la guerra un crío enjuto y poca cosa. Nadie podía imaginar que dos décadas después aquel chaval terminaría siendo el futbolista croata más grande, uno de los genios de la Historia del fútbol europeo, el líder de la primera Croacia finalista de una Copa del Mundo. En 1993 caía entre 500 y 600 obuses serbios sobre Zadar; Davor Suker se hinchaba a meter goles en el Sevilla y el Hadjuk Split descartaba a Luka Modric, por enclenque. En 1993, Mbappé no era ni siquiera un proyecto de ser humano. La Copa del Mundo es un torneo que distorsiona la realidad. A algunos los engrandece para siempre sencillamente por estar ahí, en el momento adecuado. A otros no les da jamás lo que merecen. Ahora, el hombre que atrapó para el madridismo la herencia sentimental de Cruyff (mismo perfil de mármol, misma melena, cuando el Madrid sacó aquella camiseta naranja y él se la puso retemblaron los cimientros del relato balompédico moderno) y el chico que que nació para reinar sobre las cenizas de los titanes se dirimirán un legado que parece, esta vez sí, corresponderse con los hechos probados.