Stranger Things: Del lado de los perdedores

Stranger Things

Stranger Things se ha calzado al planeta con un impacto muy sencillo: la nostalgia. Su desarrollo ha envuelto a toda una generación que hoy se lleva las manos a la cabeza y que no era consciente de que el mundo se derrumbaba cuando Spielberg derrochaba magia y The Clash, que caminaba hacia su disolución, salpicaba los equipos de música por los que el tiempo ha pasado el barniz del mercado vintage. Todo en esta maravilla de Matt y Ross Duffer es agradable, como lo era aquel cine fantástico familiar, matiz de lo actual que reservamos a los perdedores, y por el cual todo el que creció con esos misterios ha vuelto a caer en la trampa. No hay necesidad en Stranger Things de advertir sobre la sangre o los exabruptos porque no son la línea que sigue la serie, sino inevitables rémoras de un guión –y una estética y sobre todo una banda sonora- que son por sí mismos baluartes de una galería de arte posmoderna. Hasta el sexo va tratado con una limpieza que lo hace más llevadero en su ingravidez que invasivo o impuesto. Cualquiera podría hacer esto: pero no cualquiera se habría arriesgado.

Este es básicamente el mérito de Stranger Things para haber pegado tan fuerte en tanta gente que echa de menos las aventuras: su apuesta por un formato decaído sin espacio firme en la industria cinematográfica actual. Exhibe con orgullo algunas influencias obvias como pudieran ser las de ‘Poltergeist’, ‘E.T.’,Encuentros en la tercera fase’ o por supuesto ‘Cuenta conmigo’, en las que el espectador se reconfortará: era cuando sólo nos asustaba lo que veíamos. Pero en su crecimiento a lo largo de los capítulos hay también algo de ‘Carrie’, ‘IT’ y cómo no, la metarreferencia de ‘Los Goonies’, acaso la madre de las películas de bandas. De rebote contiene trazas de ‘Jumanji’ e hasta de ‘From Beyond’ que luego inspiraría una admirable ‘Banshee Chapter’ en 2013 que el aficionado al género desenterrará del argumento de los últimos capítulos. Hasta Winona Ryder es un reclamo melancólico. Quizá el más potente. Nada como las historias de niños en sus bicicletas, con sus defectos y sus amenazas transmundanas, para cohesionar los desvelos de un globo intranquilo al que ya le afecta todo. Hasta lo ñono. Bueno, particularmente lo ñoño.

Stranger Things
Foto: vanguardia.com.mx

Stranger Things, en cambio, no es para nada un cuento remilgado. Tiene sus aristas cortantes y sus intrahistorias que sufrir, pero son opcionales en el recuerdo del consumidor: prevalece lo inocente, que no está reñido en absoluto con la crudeza de la muerte. Véase que la serie se apoya al principio en una desaparición misteriosa de la que brotan oscuridades peores –en distinto grado de verosimilitud- en una escalada con cada vez peor resolución para todos. Los niños –geniales- disfrutan esta atracción de vaivenes que los saca de su espectro trivial para convertirlos en guerreros durante unos días de sueño difícil, pero los adultos siguen siendo personajes atormentados, tristes y al límite, acorralados: su domesticación a manos de las vidas ideales que surcan les ha hecho descreídos y herméticos, y sólo la tragedia los saca de su ensoñación lineal. La sobreexposición de nuestra generación a la tragedia no ha anulado nuestra felicidad, pero sí la ha encaminado. Ya sabemos de qué vale reírse y de qué no.

El éxito de Stranger Things, que ha impulsado ya la idea de una segunda temporada –porque acaba con un cliffhanger despiadado muy de la cuerda de las historias ochenteras de Richard Bachman a.k.a. Stephen King- y la comercialización de su música, pertenece también a sus actores más jóvenes. Cada niño está recortado con unas tijeras distintas y uno también se posiciona enseguida: lo fácil es irse al que se comporta como el líder y acaba cediendo ante las potentes evidencias de talento de sus acompañantes, pero su fin no lo querría ningún niño de doce años. No falta casi ningún estereotipo, envoltorio necesario para que el pack resulte, pero cada uno tiene su cajón: la interactividad es liviana, nada complejo, suave como lo sería en una vida real que no nos importara, que no nos hubieran spoileado. Si todo en el debate es Stranger Things y todo va sobre Stranger Things y sólo oyes y lees sobre Stranger Things, es que tú también echas de menos las correrías de perdedores. En otras palabras, echas de menos la felicidad más genuina.

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