Portentos, fake news y confusión en Sitges 2018

sitges 2018

El festival de cine de Sitges constituye una de esas experiencias integrales por las que corresponde pasar antes de liquidar la última factura en vida. Como profesional, seguidor o ambas: por lo variado y estudiado de su programa, el peso que ejerce sobre los títulos que proyecta y también por cómo el sol replica su primera y última luz en el mar, que es casi atrezzo durante los días en que la celebración secuestra la ciudad. Un objetivo anual exigido para quien se suponga cinéfilo en cualquiera de sus grados, pero especialmente para aquellos que han incorporado a su vida una forma de entender este arte, que sea a través del miedo, la emoción más ejercitada, y por tanto en mejor forma del ser humano. Octubre en Sitges es un Halloween a cada vuelta de esquina. Es casi imposible no sucumbir a la atmósfera liviana de entretiempo y misterio en el empedrado, enmarcada de madrugada o al amanecer: un pueblo entregado a una causa artística, y de márquetin, donde encuentra un yacimiento inestimable. También en su otro reverso, el mundano: cuando el mal que no ha trascendido a la pantalla, el mal de horario de oficina y titular subvencionado, se sirve de esta sobreexposición para vender sus paranoias -ahora fake news-, subrayar cualquier diferencia posible, elevarse en definitiva ante los no iniciados en la farándula política. Por lo imperfecto de su naturaleza, el festival de cine de Sitges, que acaba de cerrar su 51ª edición coronando su palmarés, retiene a los entusiastas del género a la vez que ejerce una curiosa fascinación por los periodistas que lo cubren. Estos, en el mejor de los casos borrarán pronto de su cuenta las películas de relleno que se han visto obligados a seguir a cambio, eso sí, de acceder a sesiones exclusivas que quizá ni siquiera lleguen a estrenarse en España. Compensa, en casi todos los casos.

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La luz de Sitges es, pues, obvia: sirve a fans y especialistas la ocasión de serigrafiar en sus cartillas una vivencia cósmica, difícilmente igualable. Esta vez, además, se ha revelado como una de las más poderosas en años, en palabras de responsables y devotos. Del remake de Suspiria a la secuela suspendida en el tiempo de Halloween, pasando por el impacto de atrevimientos como Mandy o Climax o descubrimientos del estilo de Piercing, Aterrados, Galveston, Tumbbad o Under the Silver Lake. Fuera de las salas, el destello más preciado del siempre agradecido photocall, reclamo de los generalistas, con invitados del peso de M. Night Shyamalan, Ed Harris, Nicolas Cage o Tilda Swinton, más los ya inevitables youtubers, las estrellas de telefilme español, apuestas de género en ese mercado no emergente sino constante que es el venerado VOD. La organización, casi impecable en lo que compete: un servicio de prensa y comunicación diligente, un staff entregado como se supone a su responsabilidad -con un sueldo más que aceptable-, voluntarios a los que para variar nadie dedica una línea pero que se vacían de sol a sol durante diez días a cambio de un par de selfies con sus ídolos entre bastidores y alguna anécdota que desprender en las noches vacías de acción… y Ángel Sala. El que, para muchos, ha revitalizado Sitges desde que tomara su dirección en 2001. Hay nostálgicos que ponen esto en cuarentena porque vienen de muy atrás, pero que reconocen que el festival ha sabido estar a la altura del mercado, las expectativas y la singularidad de su core, abandonando la aparente clandestinidad y cubriendo un espectro agradecido que hace tiempo que pide algo más que gore, sustitos y exploitation. Así lo consagran las casi 70.000 entradas vendidas por segunda edición consecutiva, por ejemplo. También ha caído de pie este año el cambio en el proceso de adquisición de pases, alcanzando a los acreditados la oportunidad de organizarse todo con tiempo, reduciendo las prisas y su frustración. Mención aparte merece la discusión sobre la obligación de los medios acreditados de pagar por cubrir el festival, esto es, por informar. Que sea constante en otros lugares no lo convierte ni por agregado en ideal, y desde luego tramita una curiosa concepción del cacareado y defendido derecho a la información. Sobre todo porque si la razón primera no es recaudatoria, la alternativa apunta a esa velada coerción opinativa que llevará a muchos profesionales a no querer romper la vajilla en la que les sirven la cena, aunque Ángel Sala haya insistido varias veces en el valor de una prensa libre.

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El otro debe de Sitges no tiene tanto que ver con lo que ofrece como festival de cine como con lo que obliga a inspirar en lo tangente, aprovechando su visibilidad. No hace falta arañar demasiado para percibir un color concreto bajo cuerda que se desliza levemente en los primeros compases para acabar rompiendo al final, con los medios volcados en la cobertura. Que haya en el pueblo quien se empeñe en seguir hablando catalán a quien ya ha contestado en castellano no es responsabilidad del festival, claro. Sí lo es la inexplicable adhesión incondicional a la lengua, primera opción en las comunicaciones digitales, telefónicas y también en los vídeos promocionales proyectados a un público en el que los catalanoparlantes son contable minoría. Será que el bocado de la ayuda institucional es importante y hay que mantenerlo en la pole: de ahí probablemente el disparate de sumar subtítulos en catalán a los subtítulos en castellano o inglés con los que se contentaría el 99% del público y medios asistentes. En todo caso, grato favor a todos esos catalanoparlantes que no se defiendan en castellano, inglés, francés, italiano o alemán. Esta inoportuna e innegociable fijación por hacer patria pasaría por capricho anecdótico de no ser porque muchas veces conforma, si no un indiscutible desafío al entendimiento de las partes que participan del festival -un festival internacional, como se presenta a sí mismo-, una somera falta de respeto. Así se interpretó entre el público cuando un miembro de la organización presentó en catalán -y con rintintín ideológico, con mención especial a la policía- la película Aterrados con el equipo, argentino, de cuerpo presente disimulando regular la falta de entendimiento. No olvidemos que un argentino no está tan obligado como un español, por el qué dirán, a entender una lengua que no es la suya. Como colofón, y por si las dudas: algunos lazos amarillos en el pecho de muchos empleados de la organización y el guiño final del director Ángel Sala a Jordi Cuixart, presidente de Ómnium en prisión preventiva desde hace un año por participar activamente del aquelarre independentista al margen de la ley. Casi pecata minuta si no fuera porque, de la construcción de pequeñas realidades alternativas aumentadas, también participan activamente y con toda su razón de ser monumentos a la cultura, el arte y el entretenimiento como el de Sitges, que parece en este caso haber tomado el camino de la confusión. Una responsabilidad demasiado grave como para intepretarla a la ligera.

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