Lo que pasó en Londres

Londres TLJ

Una de las adaptaciones del periodismo español que mejor resultado general están proyectando sobre la información es la del what we know so far (qué sabemos hasta ahora). Un modelo aséptico y reduccionista de la realidad que sin embargo la acerca a una audiencia mucho más amplia y receptiva sin tiempo para detenerse en los porqués, altamente efectivo para la cobertura de eventos inusuales o catastróficos del tipo de los que Europa sufre cada cuanto desde hace ya unos años, y muy transparente en el caso de los recurrentes atentados que, particularmente en nombre del islam, recorren ahora el mundo. El what we know so far sólo plantea las realidades oficiales: cifras e informaciones confirmadas por policía, gobiernos y hospitales, con escaso o nulo margen para la intromisión y todavía menos espacio vital para la golosa especulación. Esto reporta dos conclusiones: una, la concesión a las redes sociales y el oficialismo de su necesaria credibilidad; la otra, derivada de esta, la apuesta descarnada por un periodismo descriptivo que, paradójicamente, agoniza y cede ante la presión de los guardianes de las sensibilidades del planeta.

Nunca antes la mera observación de la realidad había estado tan discutida. Este modelo de información, que importó desde su lanzamiento El Español -y después adoptaron el resto sin excepción- facilita el seguimiento de estos sucesos y al mismo tiempo, se reserva su ampliación y tratamiento en formatos menos seguidos a los que llega un porcentaje menor de los potenciales lectores. Durante la cobertura en directo del último atentado en Londres, la emisora de la BBC conectaba literalmente cada cinco minutos con un periodista en el estudio que leía, tomándose su tiempo, las cuatro o cinco claves conocidas del caso sobre las que revoloteaban, sin ir más allá, todos los demás presentes. Este inmaculado celo por la realidad se presenta como la catarsis de un periodismo que de repente, no puede permitirse quemarse las manos.

En muy pocos de los what we know so far sobre el atentado en Westminster se mencionaba que el autor hubiera vivido años al calor del persuasivo guión que los yihadistas interpretan del Corán. Este periodismo escrupuloso también lo hacen seres humanos con sus tabúes y prejuicios, lo cual invitaría a pensar que en cualquier momento podría darse algún error inconsciente de narración. Pero no. El precio que hay que pagar por no conocer más que la verdad es dejar que esa verdad llegue empaquetada y editada por algo que bien podría ser un robot capaz de codificar unas líneas de datos, darles forma y publicarlas sin esperar la luz verde de nadie que respire, únicamente atendiendo a una programación previa muy básica y perfectamente manipulable.

La robotización de la información neta sobre lo que está pasando, y la creciente demanda de la audiencia por acudir a estas fuentes de información en directo, con el caos abierto en streaming, anula la totalidad moral o parte de esa verdad categorizad como incómoda que amigos de la manipulación etiquetan rápido con inefables insultos y acusaciones, la mayoría de ellas relacionadas con actitudes poco aperturistas o retrógradas (islamofobia, racismo et al). Una vez superada la era de la información y abocados a esta era de la presentación amiga, suavizada y corregida, accesible por todos los colectivos y sus subvencionados patrones, cabe preguntarse si el periodismo de vigilancia de cuentas oficiales en redes sociales no ha perdido algo de capacidad frente al periodismo de interpretación. Dicho de otra forma: si en realidad constituye un avance apostar a un periodista mirando Twitter y drenando información en cómodas líneas sin implicaciones que invertir en alguien capaz de señalar los profundos condicionantes que la realidad al desnudo somete al relato puro de los hechos.

Si nos podemos conformar con un gráfico con unas frases cortas para conocer que un islamista converso ha matado a sangre fría, poniendo en jaque toda la seguridad de una nación, sin necesidad de ir más allá para comprender cómo ha podido lograrlo, es que el tierno periodismo de letra pequeña está arrimando el hombro a la política en la libranza de una batalla muy sensible: la de ocultar, sobre los asesinados, las en absoluto inocentes implicaciones que para con esto deben asumir los países que sufren esta reconversión del terror. Y también pasa con otro tipo de batallas, de actualidad constante, sobre las que los censores sí exigen un tratamiento informativo diferencial. La decisión de llamar «muerto» a un «asesinado» es una de las más llamativas, y nunca es casual. En el periodismo de los mass media, que implica todavía más poder que frívolo capital, hay que atenerse a la portavocía que los garantes del estado del bienestar se procuran para que la población repose pese a las víctimas.

Por eso el what we know so far, una práctica objetiva, gana adeptos en la profesión: sólo la verdad. Pero el periodismo no se ha conformado nunca con exponer, y en muchos casos también es su responsabilidad interpretar o desgranar a la audiencia qué se esconde tras los hechos que no se explica un lector medio. La crisis económica o la epidemia de ébola, sin ir más lejos, revelaron esta necesidad. Un público feliz puede entender realmente que el mundo vuelve a su cauce cuando acaba un minuto de silencio; no puede implicarse porque el periodismo no acomete esta responsabilidad real de presentar la vida tal y como pasa, y en consecuencia ninguna de las partes estará cumpliendo su trabajo. Trasciende la prudencia y el rigor el atenerse a respetar la inteligencia de las personas dispuestas a entender por qué una parte de Occidente juzga a quienes señalan y describen motivos, religiosos o del tipo que sea, para quebrar vidas ajenas y que aparentemente están protegidos por la opinión pública. Lo más destacado del atentado en Londres, el original what we know so far, es que murieron cuatro personas: un asesino radicalizado en una religión concreta, y sus tres víctimas inocentes. Ha pasado otras veces, y volverá a pasar. Sadiq Khan, alcalde musulmán de Londres, cuenta con ello.


Foto de portada: Jozef Macak

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