Al margen de la trampa

Lydia Valentin 2017

Pese a las apariencias, España es un país de referentes inmarcesibles: por ejemplo, muchos de los ídolos del deporte que conjuran los prejuicios patrióticos son ciudadanos con un sostenido sentimiento de pertenencia y eso les hace bandera coyuntural del unionismo, lo cual es un placer en tiempos de redistribución ideológica. Cuando a Lydia Valentín le chafaron el himno de España a la primera en uno de los momentos de su vida en Anaheim, esperando como estaba a paladear ese triunfo in situ -un oro en un campeonato del mundo al que nueve países no pudieron concurrir por haber violado sistemáticamente las órdenes de limpieza en el deporte-, la razón de su cabeceo espontáneo en el podio fue clara: «me han cortado el rollo». Porque cuando te eriges en la mejor, esperas mínimo que se agrupen junto a ti, y a tiempo, los indicadores de a dónde perteneces y de quién eres, indicadores volubles que no siempre son, y esto es igual de respetable, prioritarios para los que ganan.

La marca de los 258 kilos, diez por debajo de los 268 que levantó en el Europeo de 2014, bastó para situarla en el lugar que el deporte, su deporte le tiene preparado desde que entró decidida en el primer gimnasio de su vida. Se entiende que el deporte puro sin atajos: a Lydia le deben aún dos medallas olímpicas, que están a la espera de ser ratificadas por una serie de segundas muestras a participantes que ya han dado positivo previamente por dopaje. A saber: una plata en Pekín 2008 y nada menos que el oro de Londres 2012, donde fue cuarta. Resulta que las tres medallistas iban preparadas de cartón. «Un deporte en el que todo el mundo sospecha de todo el mundo es triste. Sabemos que algunos juegan con ventaja y a veces da rabia tener que enfrentarte a deportistas con antecedentes de positivos. A veces les ganas y a veces no». Dicho de otro modo: a veces les pillan y a veces no.

El de Lydia es uno de esos casos icónicos. Hasta Río 2016, donde fue bronce, se enjugaba el pesado cliché de aspirante con medallas repartidas entre campeonatos europeos (ocho, más una novena ganada este año en Croacia) y un bronce mundial en 2013, reconocimientos del tipo de los que la prensa no suele agrandar más que cuando faltan otras noticias. Todo cambió en Brasil, para ella y su deporte. Quizá tuviera que ver el gesto que mostró a cámaras nada más soltar el peso en arrancada, a sabiendas de que con ello acariciaba podio: en cosa de tres segundos, arqueó el cuerpo en una figura retórica y diseñó un corazón con las manos, sonriente. En el mundo de lo fugaz, una expresión tan natural sólo puede encumbrarte. Hubo quien se quedó con el gesto, sorprendentemente bello, como desubicado, y hubo quien prefirió el relato veraz de las horas de sudor lejos de casa y sin aspavientos, con sobrecargas musculares reiteradas, desarrollos portentosos y el muy difícil de disolver peso de la injusticia.

A Lydia, reivindicativa, le sigue una exclamación que pertenece a su padre: ¡cuánto te han robado! Con el tiempo, la haltera no sólo se ha alzado como ejemplo de perseverancia y resistencia al desengaño, también en una efigie olímpica para la opinión pública, algo muy valioso y en consecuencia a la altura de realmente muy pocos elegidos. Situándose al margen de la trampa, como muchas otras personalidades que no siempre obtienen del mundo el rédito imprescindible, ha logrado hacer camino sin el favor de nadie más que de su propia honestidad. Esto la engrandece todavía más que todo cuanto haya sufrido en entrenamientos, que son gajes del oficio, o de puertas para dentro en su intimidad. Puede que estuviera designada o tocada por una varita, pero no hay capote que echar al determinismo en este caso concreto. Todo lo que ha hecho, desde el primer día, lo ha hecho para ser la mejor, no para parecerlo. Como para que encima le tocaran el himno, su himno, a destiempo.

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