Un souvenir

Atleti 2-1 Real Madrid

El Real Madrid molesta como nunca. De ahí, en primer lugar, que le broten problemas artesanales, horneados a contrarreloj, de entre matorrales de plástico; y en segundo, que la réplica de sus antagonistas no esté mucho mejor cuidada que cualquier desliz escatológico. La mano inocente de la UEFA provocó que fuera el Vicente Calderón el escenario de la última muesca, con el agravante de constituir este también su último partido europeo antes de orientar la mudanza. Los de Zidane aprovecharon la ocasión y se llevaron el souvenir preferido de su visita: el pase a la final de Champions de Cardiff. Fueron tan acompasados al guion de las noches europeas blancas que se presentaron al homenaje con espacios, dando al Atlético opción de creer para arrebatarle la sonrisa, como en Lisboa y Milán, con el arma más efectiva del fútbol: la realidad. Eso a pesar de Saúl, bien cuando juega al fútbol, y de Griezmann, ya con una mano en el asa de la maleta. Es verdad que el francés marcó su gol resbalándose, pero también dejó un vídeo para el recuerdo rindiendo homenaje al mosaico de las gradas mientras sonaba Händel, como queriendo imaginar otra cosa. Su corazón quizá diga no, pero su palmarés grita por favor.

Como Simeone había planteado la eliminatoria con el ojo en el corazón del Manzanares, toda la fuerza atlética se concentró en lo místico, trabajo con el que se alineó la siempre agradable prensa que durante el tiempo de tregua decantó un listín sin igual de irresponsabilidades. Algunas de ellas acabaron cebando los incidentes de la previa, en volandas de una temperamental afición rojiblanca que no señala a los asesinos ni censura a quienes la afean. Porque animan mucho. El día que los agoreros den con la tecla y el fútbol moderno tampoco necesite de canciones ni brincos, los apegados a un color por degeneración tendrán que buscar otro planeta. La buena noticia es que hay unos cuantos: la mala, que todos nos pertenecen. Luego esta misma afición por poco no tira las paredes de su templo celebrando el previsible gatillazo, quedándose otra vez a las puertas, otra vez cerca, otra vez sin nada. Pero orgullosos de no ser como los demás: de no ser como los que ganan sin necesidad de hacer más daño que el derivado de la impotencia deportiva. Que ha de doler mucho, si nos guiamos por los arrebatos de cólera que muchos de los locales desataron durante el encuentro.

La floreada función zidanesca, al pie de un técnico que está dispuesto a marcar el paso sin saber entrenar -o eso dicen muchos de los mismos que amparan a los violentos en sus editoriales-, desplegó sus colores con todo en contra, también por costumbre, y marcó el gol que cerraba la semana. Isco, en su papel, desdobló talentos remachando la postrera obra de un Benzema en desuso, sedicioso, de nuevo enfrentado con las estadísticas. El Real Madrid se sobrepone a todos los clichés a fuerza de insistir, como alejado de la inútil corrección política del deporte. Este partido, sin ir más lejos, lo perdió: pero ganó tanto a cambio que la balanza acabó sonriendo con todos los dientes de un Zidane antológico. En el Atlético brilló la compostura del zafarrancho, que es donde se destacan sobre todo con el viento a favor: pero topó con Keylor Navas y con el tiempo. A la vez que moría el día y el madridismo celebraba perder en el Calderón arreció una lluvia sensata, amazónica, de perfume salvaje y peso misterioso: el balón quedó enredado entre las briznas y ni los brazos de Simeone, que cuenta las horas, alejaron esas formas del cielo que apuntaban a Gales. El Madrid arrancó lo que quedaba de corazón del pecho de los orgullosos y se felicitó por tener enfrente a un club, se dice, más pendiente de su misario que de ganar. El ateísmo, otra vez a la vanguardia.


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