Las ocho pupilas de Modric

Luka Modric Champions League 2017

Todavía quedaba tiempo para la risa cuando parte del aparato mediático madridista renegaba de aquella figura escasa, de ese torso más alegre que robusto y de aquella melena a la que no le interesaban las portadas. Por suerte, algún tuerto en el país de los ciegos se percató de que hay un espacio en el fútbol libre de abdominales y de corredores de fondo. Es un espacio asfixiante, no lo niego. Donde la razón, como dijo Tolstói, no enseña nada; y los magos nunca esconden el as bajo la manga porque su magia es real, sin engaños. Fue allí, cerca de la guerra, donde a Luka Modric hace ya muchos años que le ajustaron los bajos de su disfraz de mago. Y fue ese tuerto o cualquier otro el que se dio cuenta de que cuando la magia y el fútbol convergen suelen hacerlo sobre ese número 19 inolvidable. A esas alturas de la vida y del párrafo, Modric ya era, de lejos, la única esperanza de un mediocampo, el madridista, en cuyos dominios ya empezaba a ponerse el sol.

En ese punto aparecieron Florentino, que a veces es el más tuerto de todos, y Mourinho. Comprendieron que aquel chaval sonreía siempre porque nada le hacía gracia. O, por decirlo de otro modo, que entre aquella sonrisa no quedaba espacio para la sorpresa. Si un tipo hace magia y no se sorprende, entonces estamos ante un artista especial: congénito, imprevisible, eterno. Sin embargo, todos y cada uno de los madridistas tardamos bastante en comprender que nos veíamos las caras cada domingo con un genio. No fue hasta una noche cualquiera, en Old Trafford, cuando el aficionado cayó en la cuenta. Semanas más tarde el estadio ya coreaba su nombre como si Aquiles hubiera desafiado a la fábula entrando en Troya. No es normal que ese estadio corone a alguien así. Los aficionados comprendimos, ahora sí, que el chaval llevaba el traje de mago estrictamente ajustado.

Volviendo a lo innato del arte de Modric, me gustaría citar al maestro Bolaño. El genio chileno opinaba que hay dos tipos de poetas. Uno es el poeta padre, que se sabe consciente de todo lo que hace, y que con cada trazo agranda un poco más la leyenda. Otro es el poeta hijo, al que la genialidad le desborda sin casi percatarse, y crea sin entenderlo, sin buscarlo. Ya se ha dicho que Modric era, claramente, un poeta hijo. Sin embargo, da la sensación de que su fichaje por el Madrid le ha convertido, también, en poeta padre. Por primera vez él fue consciente de que podía cambiar los partidos, las temporadas, el palmarés. Sospecho que parte de la culpa de esta transformación pesa sobre el escudo.

Si un tipo hace magia y no se sorprende, entonces estamos ante un artista especial: congénito, imprevisible, eterno

La película de Cardiff sólo contaba con un guión seguro: Modric sería, de lejos, el mejor mediocampista del partido. Sabíamos que deambularía por allí haciéndose dueño de una parcela a la que nadie podría ponerle coto. Este chico intenta romper los puentes con el pasado, y a fe mía que lo consigue. Su último destrozo había ocurrido en Liga, donde había comandado a la quizás mejor media de Europa, ésa que algún día recitaremos de memoria como mi padre recitaba a la Quinta del Buitre: Casemiro, Kroos, Modric. La primera parte desapareció como desaparecen las cosas que no tienen mucho sentido. Dominio tenue de la Juventus, más porque se trotaba al ritmo que ellos proponían que por mostrarle la batería de proa a Keylor. Por encima de dicho dominio gobernaba una figura, ésa de la que se reían al comenzar el texto, siempre con el 19 a la espalda. Modric deambulaba por el partido de manera elegante, como ese matón que sostiene la navaja en Reservoir Dogs, bailando alrededor de su presa esperando el momento oportuno para asestarle el golpe definitivo a la oreja. El reconocimiento del terreno minado término con un par de goles, uno para cada equipo, sin que nadie terminara de creerse que el prólogo había terminado.

A menudo, los capítulos más importantes de nuestra vida cambian por un gesto, por un simple detalle. El Madrid había tardado cinco minutos más en salir del vestuario para afrontar la segunda mitad. De la ‘zinedina’ que el míster se había marcado en el descanso salieron dos o tres oportunidades de cierto tronío (una de ellas, por cierto, una cabalgada a paso corto de Luka que terminó con un zurdazo centrado que escondió a algún tifoso bajo la cama). Entonces llegó ese gesto que lo cambia todo, como un guiño de madrugada, como un perdón a tiempo. Casemiro robó un balón en la caverna y el rebote terminó cayendo a los pies de Modric. La melena viró, y las ocho pupilas del croata se encendieron. Cualquier mortal hubiera abierto el balón hacia la banda por la que subía Carvajal. Sin embargo, Lukita tiene siempre el mapa bajo llave. Con sutileza, bailó claqué en el Cotton Club y cambió la banda, provocando una superioridad Kroos-Benzema que terminó, era inevitable, con gol de Casemiro.

Todo lo que vino después se puede incluir dentro del recital propio de un maestro. Anticipaciones clave, como si su mente caminara un paso por delante del resto; golpeos que cambiaban de banda al compás que marcaban sus empeines; cambios de ritmo que no eran capaces de seguir las cámaras… La última vez que alguien le vio correr por la noche de Cardiff, Cristiano Ronaldo recogía un regalo que el guante de seda del croata había dejado dentro del área. Minutos después, recogió la copa con la misma sonrisa que había encandilado años atrás, entre bromas infantiles que sólo podían enamorar más al madridismo. Algún día, el ilusionista abandonará el escenario, y los que asistimos a cada uno de sus trucos tendremos que retirarnos silenciosamente. En el espacio que deje vacío seguirá sin importar la razón, y el traje de mago ya no podrá vestirlo nadie más. A cambio, él se llevará de vuelta unas cuantas copas de Europa y la certeza de que nosotros, los madridistas, nos sentiremos orgullosamente hechizados por su magia.


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