Hemos roto a Diego Simeone

Simeone Atlético de Madrid

Hasta el final de la temporada 2013-2014 el Atlético de Madrid de Diego Pablo Simeone parecía no tener techo, literalmente. Un club dizque legendario siempre maleado por los usureros y los proxenetas del sentimiento liviano volvía a las andadas deportivas ganando y molestando. Justo antes de la final de Lisboa, el Atleti necesitó mucha prosa que su propio entrenador se encargaba puntualmente de enaltecer: el pueblo, la gente, el presupuesto. Sus allegados de corto correspondían fuera del campo valiéndose de ese papel de víctima siempre tan efectivo. Pero la desgracia del discurso empezó a caerse a medida que Simeone fue demostrando que su Atlético ganaba porque era un gran equipo muy trabajado. El esfuerzo, a menudo dejado de la mano del talento, era clave como también lo era en todo momento la realidad de que el Atleti podía gastar más dinero que nunca y fichar mejor que nunca. También aportó la directiva -que es la misma de la que pedían el pescuezo sus aficionados semanas antes; ahora el ritmo ha silenciado a muchos críticos y comprado a otros tantos- cediendo todo el terreno deportivo a un entrenador con ideas propias que llegó a mitad de una temporada extraña. Simeone, como Zidane, fue una urgencia y un producto de la necesidad.


OBLAK Y EL MILAGRO DE LOS UNOS


Con el paso del tiempo Simeone ha perdido efectividad en su defensa de los pobres porque el discurso de su boca queda razonablemente cínico y muy poco creíble. Aun con esas, hay quien sigue sacando tablas y gráficos retorciendo los números y remodelando la economía para subrayar que sigue teniendo razón. La idea de un Atlético de barrio se ha esfumado: ningún equipo en la élite puede permitirse ser de barrio. El barrio es otra cosa. Quien lo probó lo sabe. El barrio es una cosa donde el fútbol es como el pillaje o el sexo entre los arbustos, una licencia desconsiderada. Nada de sueños, de confeti -bueno, en el sexo a veces hay confeti-. Fue en ese verano de 2014 cuando el Atlético comenzó a variar su rumbo. La derrota de Lisboa significó algo más que otra Champions en las vitrinas del rival: Simeone reagrupó su equipo y lo convenció de la necesidad de defenderse mejor, conceder menos, creer más fuerte. Primero los músculos, luego la cabeza, después si hay tiempo la fantasía. Hasta entonces había sido un equipo batallador, hosco, pero con una ligera idea de ataque. Tras la Décima, se enrocó y se hizo incómodo de verdad, pesado de ver, seguir y defender, y con todo eso todavía altamente efectivo.

Simeone llevó la excelencia defensiva a un equipo que de hemorragias y circo iba servido año tras año hasta su llegada. En la temporada inmediatamente posterior a Lisboa se cayó muy pronto de copa y Champions y empezó a descolgarse de la pelea por la Liga allá por Semana Santa. Fue a todas luces un año de transición, claro que cualquier atlético habría firmado con la sangre de su hijo un año de transición con esos resultados veinte años atrás. La cuestión es que Simeone había acostumbrado a la prensa y los aficionados a los resultados. Y se había malacostumbrado a sí mismo. Más reivindicativo en la época en la que levantaba títulos, pasó a un soporífero estado de hibernación que transmitió al equipo. El año pasado se plantó de nuevo en la final de la Champions, logró de nuevo lo imposible, y volvió a caer de manera todavía más cruel que en 2014. Tenía, como siempre que alguno se mide al Real Madrid, el aliento de todo el planeta que no ha elegido la senda de la felicidad. Pero se cebó con él el desacierto y por eso al final del curso se mostró humano por primera vez asumiendo una derrota que por supuesto le correspondía, como le corresponden del mismo modo sus logros y victorias. Milán remató el trabajo de desgaste que inició Sergio Ramos en Lisboa.

A estos proyectos de intensidad elevada y militancia imperturbable, de línea sólida y hematidrosis, se los carga a menudo la misma certera idea interior de que tienen que durar. Simeone dejó caer el discurso del necesitado y apenas nos dimos cuenta porque era lo que menos nos interesaba de su trabajo. El año pasado perfeccionó el hermetismo y recolectó unos números defensivos como para estar orgulloso, pero tampoco le llegó para conquistar el sueño. Lo que le faltaba, a su vuelta y tras ser tentado por Argentina en tiempos de cólera, era que su cabeza de cartel, Griezmann, vaticinara en agosto que si mantenían ese nivel lucharían por no descender. Dejamos mucho de lado el inevitable componente perecedero del hombre y todo lo que perpetra, pero Simeone está deprimido. Por eso ha reducido su contrato con el Atlético de 2020 a 2018. Está aburrido y cansado de tener que ganar a toda costa, de seguir siendo Simeone. Y nosotros, a ratos con la autocomplacencia, a ratos con la hagiografía servil y a ratos con la hipérbole rampante, nos lo hemos cargado. Lo hemos roto. Ojalá se rehaga.


Foto de portada: standard.co.uk

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