Que la inmensa mayoría de los humanos somos unos cobardes sin solución es algo que ha quedado suficientemente demostrado en los últimos días: pero no nos aflige como debería en su altura prosaica porque a menudo es eso lo que nos mantiene con vida. La hazaña del español Ignacio Echeverría dando la suya por la de otros en el último atentado de Londres -reivindicado enseguida por Daesh y fin de trayecto para siete vidas inocentes- revela nuestros formados temores e incapacidades palpables, latentes, tan apreciadas por los asesinos y sus cómplices literarios como amenazantes para el grupo de la contrarréplica que se niega, nos negamos, a seguir desarrollando acrónimos y cotillón de luto para ayudar a pasar por irreleventes -en su pura cotidianidad- ataques religiosos transversales que siguen sembrando Europa de víctimas a cambio de cierto margen de asistencia ideológica a la causa. La cuestión terrorista del yihadismo de Daesh, así como de cualquier otro yihadismo y de una parte crucial de la sharia que incluso las mujeres musulmanas procuran y defienden para Occidente, ya casi se obvia en las informaciones sobre cada una de estas arrancadas contra la civilización. Así de firme y notable es el temor blanco e inocente a que a uno lo etiqueten por llamar asesinos a los asesinos o reconocer en potenciales asesinos a figurantes religiosos tan abstraídos de lo que la sociedad moderada y si se quiere del Estado de Derecho contemporáneo. Poca duda cabe ya de esto: si Ignacio Echeverría es un héroe a ojos de los confinados en su utopía no es sólo porque se atreviera a pelear contra un atacante alienado en nombre de una religión muy concreta, sino porque lo mataron. De rebote, el yihadismo deposita otra vez la semilla de la muerte y cosecha retórica religiosa a favor: ya es, también en lo mundano, una guerra religiosa.
#LoMásVisto | Nuestro homenaje a Ignacio Echeverría. Gracias por tu ejemplo de dignidad y voluntad. pic.twitter.com/eBsWq5Nbc4
— Europa Press (@europapress) 9 de junio de 2017
El impulso atávico de Ignacio Echeverría en ir a defender a semejantes contra la barbarie con lo que llevara a mano -un monopatín- y su asesinato derivado lo han elevado a esta categoría de héroe del que España y Europa bien pueden sentirse orgullosas. Claro que los admirables reconocimientos a su sacrificio constituirían otra garantía si, llegado el caso, alguno afinara en la toma de decisiones no ya para evitar estos encontronazos religiosos, que es algo improbable, sino para castigarlos, perseguirlos o sencillamente condenarlos más allá de las palabras. Que las autoridades españolas y los titulares extranjeros reconozcan a Ignacio a título póstumo es al menos una señal optimista de que aún mantenemos cierto respeto por quienes se la juegan, pero corremos el peligro de volver a dar carpetazo visual a una problemática de la que se huye también por pura cobardía, lo cual efectivamente cierra un círculo perfecto para Daesh y su recurrente gentuza. Por eso, más que un héroe, Ignacio Echeverría es un milagro: y su acción impulsiva, uno de esos contados hechos «fuera del juego de las causas segundas». Cuando Ignacio medió entre la barbarie y el curso llamado normal, se despojó a sí mismo de significación: dejó de ser un hombre para postularse inmediatamente como algo muy por encima. Lo apuntaba Hume, que era escéptico: todo milagro forma parte de una experiencia uniforme de la que el propio milagro es siempre excepción, y creer en ellos es creer en lo improbable. Esta solícita advertencia de la que quizá tenga constancia el yihadismo redunda únicamente en beneficio de los asesinos, protegidos y amparados primero por el miedo que ya suscitan y segundo por ese segundo círculo concéntrico que es la queda y peligrosa cobardía con la que administramos mártires que permitan al mundo civilizado darse treguas que no son sino callejones sin salida.
DEP, milagro del pueblo que vaga.