Aquí no pasa nada

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En los discursos formales siempre se empuña, como el arma definitiva, la inexorable universalidad del Real Madrid. La heterogeneidad de su masa, el alcance de su narrativa. Al contrario que en otros sitios, en el Madrid se valora la diversidad, también de pensamiento: y como su núcleo es noble, hay incluso lugar para la disidencia. La consecución de la Decimotercera Champions League en Kiev viene a refrendar esta pluralidad -valor de finales del siglo XX, anterior a los populismos emergentes contemporáneos-, pues abriga a resignados y parroquianos al siempre apreciado calor de la victoria. Hay quien sitúa esta temporada blanca en un lugar remoto de la felicidad pese a los cuatro títulos oficiales con guinda laudatoria del título más importante del mundo a nivel de clubes, celebrado con una frecuencia inusual e histórica. Otros perseveran en la alegría incondicional, ahora se dice oficialista: nunca dan el primer paso, respetan la versión institucional y no se cuestionan nada en público. Para todos hubo lugar y jarana en Ucrania, a todos los conectó durante un segundo el vuelo de Gareth Bale y todos consintieron lo inevitable. Otra Champions. Con una suficiencia de ascendencia hierática, con el gesto parvo de la leyenda, anestesiados por lo excepcional de lo acostumbrado a la altura más exigente de la élite. Partes, al final, de un todo golpeado y hambriento.

Zidane, que en tiempo récord se ha puesto a la altura de los mejores históricos -y despeinado a quienes se creen entre ellos, por las hagiografías y los cultos del más allá-, guardó respeto por su once de la Duodécima, presagió el control a través del balón con Isco y Benzema y no titubeó en las suplencias de Lucas o Asensio, útiles de tormenta. El guion también contemplaba lo inicial: juego dirigido por el Liverpool, conexiones rápidas, dobles laterales y paciencia. Nada alejado de lo predecible que ha resultado ser el Madrid tolerante en la madurez de sus futbolistas diferenciales, algunos de los cuales ya parecen dispuestos a emborronar viejas fotografías con los recuerdos del Bernabéu a sus pies. Las desafortunadas lesiones de Salah y Carvajal en la primera parte condicionaron, claro, el sino de la táctica: Klopp envió primero a Sané a la derecha para molestar a Marcelo y después se encontró con que era aún más vulnerable el flanco diestro, que no sacrificaría disciplina a cambio de dos aventuras en ataque. El técnico redujo la presión al 4-4-2 y regurgitó la iniciativa en forma de caos organizado, una de sus constantes. Klopp, efigie de un proyecto ambicioso y preparador designado para escenarios de tensión máxima, atosigado por la necesidad de frustrar un mito. Al descanso había empezado otro partido, y con él había vuelto el color a las mejillas del madridismo.

La tempestad asoló entonces a Loris Karius y cargó de optimismo a un Karim Benzema oportuno que ha dejado los goles para las veces que suman y cuentan metales preciosos libres de intoxicación editorial. El júbilo, por sistema, activó el recuerdo del Madrid calamitoso en defensa, que concedió el 1-1 en ayunas cuando la naturaleza pedía en realidad otro tono de compromiso. Zidane cogió la indirecta y apostó por la velocidad, jugando la última media hora a lo que Klopp quiso jugar la primera: enfrió a Isco para entregar a Bale la llave de la Champions y éste entró en casa por la ventana. La violencia de su chilena a la escuadra recordó todas aquellas postales inofensivas que el rival celebraba como títulos paralelos. Su bombardeo final a Karius expresó la capacidad del Madrid moderno de homenajear su autarquía a placer, siempre con el torneo fetiche en llamas. Como aburrido, el madridista medio tacha otro número en lo que el resto sueñan, estériles, con acercarse. De ganar no se cansa nunca uno, se suele decir, aunque la sorpresa ya sólo esté reservada a los medios más que a los fines. Peccata minuta. Abrazados en la distancia, veteranos y reservistas llamados a filas en traje de faena coinciden: nunca se sabe cuándo la nostalgia tomará el relevo de la felicitación recurrente. Como hedonistas, la opción es cristalina: el Madrid es el único sitio del mundo en el que no pasa nada cuando se gana.

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