Ademán de funcionario

Ademán de funcionario

El hombre moderno, justo después de mesar su barba poblada de bacterias, se arranca de la cara las gafas de montura de madera y las deja caer, como una pluma de dodo, en la mesa mälarö en una paralela de la capital. Vacía su mirada en el Bluecoat de su afterwork y se lamenta, de nuevo, por no haber concurrido a ninguna oposición todavía. Enfrente, a través del periscopio del tiempo, un portero repele con gestos la crítica, sin ninguna duda constructiva, de los dueños de su vida y cantores de sus gestas, que son sus aficionados. Está bien que cada capataz tenga sus innegociables: construyen un clima de confianza en un grupo cerrado y si vienen mal dadas, el barco se hunde con todos. Sin parapetos. A la larga, estos innegociables son lastres ideológicos, pero tampoco es que falte espacio en el mar para abrazar a todos los barcos que se diluyan. Los peces abisales aplauden con entusiasmo cada contrato vitalicio, cada revisión, cada agente a los pies de una cabecera. Es un sueño de algodón de sacarina no tener que demostrar nunca nada más; y permanecer. Con tus pausas para café y tus catorce pagas, tu consideración, tu diálogo cubierto en el ascensor: lo que al comienzo de tu carrera escudabas en el trabajo y la suerte puntual, al final lo llamas talento, cuando te asoma la tripa por debajo del polo de ocasión. Los innegociables, acomodados por definición mientras dura la tormenta, no tienen culpa de nada: la tiene, en todo caso el negociador. Puestos como el de los innegociables los querrían para sí hasta los más pintureros trapecistas de tendencias: todos sueñan con no hace nada nunca más, “voy a tomar de todo menos decisiones”, copias en color de un currículum impresionante y poco allende la treintena, ni afterworks ni nadie que te achaque, porque la costra de servilismo es impenetrable. Al menos, pensará el hombre moderno mientras juguetea con desgana con el cardamomo y las piedras de su gin, que dejen a los lacayos pitar lo que consideren pitable, desahogarse donde quieran si al final de sus días de mierda, el único que podría arreglarlo se queda decúbito supino y sólo mueve los ojos y los hombros para señalar compañeros en las desgracias, hasta desoyéndoles, sin darles siquiera el formal beneficio político de la modestia, véase condescendiente, ante los errores que consideran terceros. Pero coño, que no nos tomen el pelo. Último sorbo y a dormirla.

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